En su más conocido libro, El segundo sexo, hace exactamente cincuenta y nueve años Simone de Beauvoir escribió: “La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada: puesto en boca. Y sin embargo seguimos hablando de ello.”. Si, tal como afirmaba entonces, la polémica estaba “prácticamente cerrada”, hoy, en pleno siglo XXI, podríamos decir que ha sido sepultada. Sin embargo, hay razones para pensar que no es así. En esta época de globalización, aún persisten situaciones adversas cuando de género se trata. En el presente ensayo pretendemos exponer nuestras consideraciones.
La globalización, entre otras cosas, tiene una característica que nos parece básica: lo que ocurre en cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes prácticamente en el momento que acontece sino, sobre todo, tener impactos inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en verdad, extraordinario.
Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y los progresos.
Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.
Las largas luchas por la equidad de género –promovidas en gran medida por lo que dio en llamarse el feminismo- han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado su situación personal y han influido en su posición en la familia y la sociedad.
En el caso de las mujeres latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus hogares.
En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos públicos: gerentes, directoras, rectoras, ministros; han llegado, incluso, a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países. Ejemplos de esto son los casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre todo, justa.
Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.
En muchos aspectos, lo que señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad. Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, a manera de principio, el machismo.
Ellas no son, definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de libertad resulta entonces una reverenda ironía.
Otra cosa. Hay países en donde se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir, apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI, época de la globalización!
En países como el nuestro persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso: aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo: “más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer, conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.
Lo expuesto nos hace pensar, pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero, claro, no para proponer la supremacía de un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad. Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos.
Y nos parece que ello puede lograrse -y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y estímulo. Habíamos escrito antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares, obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.
El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran medida a resolver el asunto del que estamos hablando: la situación de desventaja de muchas otras mujeres.
Las organizaciones femeninas también deben seguir haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que les corresponde.
Recapitulando: la globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible. Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres. Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer.
La globalización, entre otras cosas, tiene una característica que nos parece básica: lo que ocurre en cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes prácticamente en el momento que acontece sino, sobre todo, tener impactos inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en verdad, extraordinario.
Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y los progresos.
Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.
Las largas luchas por la equidad de género –promovidas en gran medida por lo que dio en llamarse el feminismo- han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado su situación personal y han influido en su posición en la familia y la sociedad.
En el caso de las mujeres latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus hogares.
En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos públicos: gerentes, directoras, rectoras, ministros; han llegado, incluso, a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países. Ejemplos de esto son los casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre todo, justa.
Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.
En muchos aspectos, lo que señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad. Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, a manera de principio, el machismo.
Ellas no son, definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de libertad resulta entonces una reverenda ironía.
Otra cosa. Hay países en donde se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir, apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI, época de la globalización!
En países como el nuestro persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso: aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo: “más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer, conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.
Lo expuesto nos hace pensar, pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero, claro, no para proponer la supremacía de un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad. Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos.
Y nos parece que ello puede lograrse -y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y estímulo. Habíamos escrito antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares, obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.
El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran medida a resolver el asunto del que estamos hablando: la situación de desventaja de muchas otras mujeres.
Las organizaciones femeninas también deben seguir haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que les corresponde.
Recapitulando: la globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible. Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres. Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer.
Lima, 27 de noviembre del 2008
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