lunes, 21 de septiembre de 2009

LA CELESTINA PERUANA: LA ALCAHUETERÍA EN EL TEATRO

Lo que Fernando de Rojas representó en su obra maestra, “La Celestina”, podemos encontrarlo también en una de las más celebradas y representativas obras del teatro peruano: “Ña Catita”. El tema del “celestinismo”, es decir, la “alcahuetería” o sea la función morbosa, enfermiza que desempeñan algunas personas a las que se llama alcahuete o alcahueta, según el género. Alcahuete es, según el diccionario, la “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita.” Pero también existe la acepción de “correveidile, chismoso”.[1]

Pero, claro, “Ña Catita” es, fundamentalmente, una obra costumbrista.

Como sabemos, el costumbrismo, abarcó todo un período en el que la agitación política era el pan de cada día, cuando se daban las luchas caudillistas y las dictaduras. El costumbrismo tiene una característica básica: su apego a la realidad que es retratada con un tono humorístico, sarcástico y satírico. En esta corriente, además de nuestro autor, destacó Felipe Pardo y Aliaga (con obras como "Frutos de la Educación", "Don Leocadio", "El Aniversario de Ayacucho" y "Una huérfana en Chorrillos"); pero también hubo un autor que es poco conocido y que Luis Alberto Sánchez destaca: José Joaquín Larriva y Ruiz, llamado “el cojo Larriva” que era famoso “por su repentismo y mordacidad”[2].

Manuel Ascencio Segura, al que unánimemente se considera como el padre del teatro peruano, escribió artículos costumbristas, poesía satírica y comedias, entre las que destacan “La Palimuertada”, “El Sargento Canuto”, “Las Tres Viudas”, “La Pepa”, etc. Pero, sobre todo, la obra a que se refiere este ensayo, “Ña Catita”. Escribió artículos de costumbres y letrillas contra el mariscal boliviano Santa Cruz[3]. Poco conocido es que Manuel Ascencio Segura fue un militar, llegó al grado de Sargento Mayor, y se retiró del ejército en 1842; peleó en la Batalla de Ayacucho formando parte del ejército español. Sin embargo, cuestionaba los abusos de los militares y esto este rechazo es lo que puso de manifiesto en la que viene a ser su primera obra teatral, “La Pepa” y en “El Sargento Canuto” que es una de las más conocidas junto a “Ña Catita”.

“Ña Catita”, que es la obra de la que me ocupo, tiene, como he dicho al principio, mucho de costumbrista; lo es en realidad. Pero, como era característico en Segura y otros autores de la época, tiene un indudable tono cómico, es decir, se trata de una comedia. Lo notable, entre otras cosas, es el marcado uso del lenguaje de aquella época. Es una obra realmente sencilla, carece de ampulosidad; inclusive, el desarrollo de su trama no se ubica más que en un pequeño ambiente, una casa familiar para ser más precisos.

Aunque tiene mucho que la diferencia de la obra del español Fernando de Rojas, sin embargo nadie puede negar que el tema que aborda es el mismo, la alcahuetería. “La Celestina”, como su autor la calificó es una “tragicomedia” (“Tragicomedia de Calixto y Melibea”, es el título que le dio su autor), en cambio “Ña Catita” es solo comedia por sobre todas las cosas: nadie muere en su argumento como sí ocurre con “La Celestina”.

Pero lo cierto es que aborda lo que llamaría el tema del “celestinismo”, pero lo hace con matices propios que la diferencias de “La celestina”. Ambas obras son teatrales (funcionan sobre la base de los diálogos), pero hay un asunto importante que mencionar: por su extensión, “La Celestina” resulta difícil de ser representada en un teatro, salvo que sea sometida a condensación o a un resumen; en cambio ello no ocurre con “Ña Catita”.

Dije al principio que trataba de la “alcahuetería”. Efectivamente. Y que por ello lo identificaba con “La celestina”. Pero debo expresar que si ambas obras se ocupan de este tema, es preciso aclarar que la obra de Fernando de Rojas considera solo el aspecto referido a una de las acepciones del término alcahuete, “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita”. Lo que ocurre con “Ña Catita”, va más allá, pues también considera la otra acepción: “correveidile, chismoso”. El personaje central de esta comedia es eso también: una mujer chismosa. Intrigante y chismosa, lo que hace es aconsejar mal a Doña Rufina, la madre de Juliana, a fin de que esta se case con un joven que no valía la pena, pero, felizmente, aparece una persona que evita que se concrete lo que llamaríamos el infausto matrimonio.
[1] Diccionario de la real Academia, 22º Edición.
[2] Luis Alberto Sánchez: La literatura peruana. P. l. Villanueva, editor. Lima, 1973.
[3] Luis Alberto Sánchez: La Literatura Peruana. P. L. Villanueva, editor. Lima, 1973.

LA HUACHAFERÍA EN "ÑA CATITA"

Una de las más conocidas obras teatrales peruanas (y que ha sido representada en numerosísimas oportunidades), es la que escribió Manuel Ascencio Segura. Me refiero a “Ña Catita”, representativa del denominado teatro costumbrista. Obra que, en gran medida, es una de las primeras muestras de la huachafería en la literatura peruana. Pero, naturalmente, cuando hablo de huachafería no estoy diciendo que la obra sea, en sí, huachafa.

Manuel Ascencio Segura es, sin ninguna duda, no solo el más reconocido de nuestros dramaturgos sino que, además, es el fundador por antonomasia del teatro peruano. Nació en 1805 y falleció en 1871. Escribió catorce piezas teatrales, entre comedias, sainetes y juguetes. Todas las escribió, como era usual entonces, en verso.

La primera comedia escrita por él se llamó “La Pepa” que, sin embargo, nunca llegó a ser representada o a ser publicada: se trataba de una obra con una cierta dosis de antimilitarismo, razón por la cual, probablemente, se prefirió no darla a conocer en público ya que Segura era un hombre de armas (recuérdese que combatió junto a su padre en la batalla de Ayacucho). La crítica al militarismo se volvería a poner de manifiesto más tarde en una obra que, dicho sea de paso, fue una de las más aceptadas por el público; estoy refiriéndome a “El Sargento Canuto”.

Manuel Ascencio Segura en sus obras acostumbraba poner un notable componente de mordacidad, mordacidad expresada incluso en sus artículos de carácter político, pero de un modo diríamos elegante, es decir, sin caer en actitudes ridículas o chocantes, de mal gusto. Su tono era satírico.

A la manera de los caricaturistas, procuraba resaltar los aspectos más pintorescos o “menos nobles” de la realidad o, más precisamente, del comportamiento de las personas, del limeño concretamente, y sus costumbres.[1]

Mario Vargas llosa afirma que “la huachafería es algo más sutil y complejo que la cursilería”. Expresa que se trata de “una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal”. Agrega que “la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás”. En cambio, la cursilería “es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo –el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los modales estéticos.”[2] El autor de “La guerra del fin del mundo” tiene mucha razón. Y, obviamente, admiramos el rescate que hace de esta cualidad y de esta palabra muy peruana.

“Ña Catita” es una comedia dividida en cuatro actos. Se desarrolla en Lima. Es una historia que habla del amor de Alejo por Juliana, una joven que se siente enamorada otro hombre, Manuel. La madre llamada Doña Rufina acepta el cortejo amoroso de Alejo (un joven presumido y huachafo) y lo hace por consejo de la intrigante y chismosa Ña Catita. Juliana obviamente se siente mal y es consolada por Mercedes que es la empleada de la casa. Ña Catita sirve, pues, de alcahueta al petulante galán y lo hace adulando y engriendo a Doña Rufina. Tiempo después llega a la casa, Don Juan quien reconoce a Alejo y lo desenmascara frente a toda la familia, aclarando que en realidad se trataba de un impostor, que se hacía pasar por gran Señor embaucando así a indefensas jovencitas. Ña Catita, la alcahueta, es arrojada de la casa junto con el padre del “novio”. La madre de Juliana, arrepentida y avergonzada pide perdón a su hija por tratar de obligarla a casarse con quien no amaba.
La historia, como se ve es sumamente simple. Nada “del otro mundo”.
Pero no es en eso en que quiero incidir, sino en algo que me parece hay que tener en cuenta y he tratado de sacarlo de contexto por lo significativo que es. He aquí un fragmento de la obra: “RUFINA: ¡Qué! ¿Padece usted de esplín?. ALEJO: ¡Ah! Si parezco un bretón; pronto se me pasa. Tomando un vaso de ponch, o una copa de coñac, como si tal cosa estoy.” Esta es, como se ve, una muestra de huachafería expresada en el joven Alejo.
Es que, en efecto, los aspectos principales que se observan en la obra son la lucha de los sexos, la falsa beatería, y la afectación extranjerizante. Habla de esa afición tan limeña por las modas que vienen del exterior. Y no solo se habla del uso de expresiones (por ejemplo: coñac, ponch), sino también respecto de las prendas de vestir y también la imitación limeña de inclinaciones y posturas románticas. Por ejemplo cuando don Alejo se refiere a Juliana llamándola Julieta, y es prontamente imitado en eso por doña Rufina suscitando la ira de su marido.

Probablemente no sea una obra maestra, como han dicho algunos. Pero es valiosa por su humor y por ser, además, una suerte de documento testimonial de una época.
[1]José de la Riva Agüero escribió: “…mucho más en contacto con la vida popular, y embebido con los costumbristas españoles, aparece Manuel Ascencio Segura, que produjo un teatro regional, pintoresco y sabrosísimo, digno de competir con los mejores sainetes de don Ramón de la Cruz” (“El Perú histórico”, 1921)
[2] Artículo de Vargas llosa publicado en el diario El Comercio, 28 de agosto de 1983

lunes, 31 de agosto de 2009

¿LA MUJER INDEPENDIENTE EN UN MUNDO GLOBALIZADO?

En su más conocido libro, El segundo sexo, hace exactamente cincuenta y nueve años Simone de Beauvoir escribió: “La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada: puesto en boca. Y sin embargo seguimos hablando de ello.”. Si, tal como afirmaba entonces, la polémica estaba “prácticamente cerrada”, hoy, en pleno siglo XXI, podríamos decir que ha sido sepultada. Sin embargo, hay razones para pensar que no es así. En esta época de globalización, aún persisten situaciones adversas cuando de género se trata. En el presente ensayo pretendemos exponer nuestras consideraciones.

La globalización, entre otras cosas, tiene una característica que nos parece básica: lo que ocurre en cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes prácticamente en el momento que acontece sino, sobre todo, tener impactos inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en verdad, extraordinario.

Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y los progresos.

Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.

Las largas luchas por la equidad de género –promovidas en gran medida por lo que dio en llamarse el feminismo- han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado su situación personal y han influido en su posición en la familia y la sociedad.

En el caso de las mujeres latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus hogares.

En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos públicos: gerentes, directoras, rectoras, ministros; han llegado, incluso, a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países. Ejemplos de esto son los casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre todo, justa.

Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.

En muchos aspectos, lo que señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad. Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, a manera de principio, el machismo.

Ellas no son, definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de libertad resulta entonces una reverenda ironía.

Otra cosa. Hay países en donde se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir, apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI, época de la globalización!

En países como el nuestro persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso: aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo: “más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer, conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.

Lo expuesto nos hace pensar, pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero, claro, no para proponer la supremacía de un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad. Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos.

Y nos parece que ello puede lograrse -y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y estímulo. Habíamos escrito antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares, obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.

El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran medida a resolver el asunto del que estamos hablando: la situación de desventaja de muchas otras mujeres.

Las organizaciones femeninas también deben seguir haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que les corresponde.

Recapitulando: la globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible. Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres. Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer.

Lima, 27 de noviembre del 2008

jueves, 20 de agosto de 2009

TELEVISIÓN Y ADOLESCENCIA

Bernardo Rafael Álvarez (escritores.com)
Uno de los más importantes inventos del siglo XX ha sido, sin ninguna duda, la televisión. Nunca, antes de su aparición, la humanidad pudo haber creído, con seguridad, que era posible transmitir sus imágenes en movimiento y con sonido simultáneamente a distintas partes del planeta. Significó, pues, una verdadera revolución de la tecnología. Las primeras emisiones regulares de televisión, se hicieron en Londres y Berlín, en 1929, naturalmente con grandes imperfecciones. Lo posible hasta entonces era ver en una pantalla llamada écran las primeras imágenes en movimiento a las que hacía poco se había agregado sonido; estoy refiriéndome al cine. Podríamos decir que, en alguna forma, la televisión multiplicó, digamos, las salas de cine o hizo que ellas, a partir de ese momento, fueran como salas “abiertas”.

Así, la televisión se convirtió en un medio valioso para transmitir entretenimiento a través de programaciones musicales y de buen humor, pero también con informaciones que, a diferencia de la radio, venían con el apoyo ilustrativo de videos que mostraban ante los ojos sorprendidos de las familias, los hechos propiamente dichos (haciéndose realidad aquel dicho popular que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”). Si la gente se había acostumbrado, por ejemplo, a escuchar las minuciosas narraciones de los partidos de fútbol en las emisoras de radio, esta vez, en su propia casa, sentados en la comodidad de un sofá podían ver las jugadas minuto a minuto en la pantalla de eso que algunos han venido en llamar la “caja boba”, la televisión. Algo, en verdad extraordinario.

Pero la televisión, además de entretenimiento e informaciones, podía tornarse en un poderoso medio de formación, transmitiendo educación y cultura. Con esto los niños y adolescentes podrían resultar ganando significativamente. Porque, en efecto, aparecía una oportunidad valiosa para que la escuela pudiera ir más allá de las aulas y ser algo así como una “escuela abierta” o una “escuela del aire”.

Pero la realidad demuestra que no siempre las expectativas se cumplen.


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Hubo, en nuestro país, una época en que algunos canales de televisión “apostaron” por programas de ese tipo y entregaron educación y cultura, lo que fue sumamente edificante y alentador. Sin embargo, no duraron mucho tiempo. La euforia fue diluyéndose. La voluntad comercial comenzó imponerse. El idealismo de aquella etapa se volvió cosa del pasado, pasó a la historia. El asunto, ahora, era vender y cada día vender más. Los comerciantes daban su aporte, a través de spots publicitarios, pero a cambio la televisión tenía que asegurarles que la programación puesta al aire contaba con una importante audiencia. Fue así como apareció un nuevo elemento o factor: el raiting que viene a ser la medición que indica el porcentaje de hogares o televidentes con la televisión encendida en un determinado canal, programa, día y hora específicos[1].

Es decir, en buena cuenta, la prioridad de las empresas propietarias de canales de televisión, fue mantener el apoyo publicitario que les permitiese la vigencia de sus medios televisivos, y optaron por difundir programas que coincidieran con el gusto de las mayorías (hicieron lo que algún locutor de radio llamaba “lo que a la gente le gusta”[2]) y así lograr que el “raiting” les proporcionara cifras alentadores de audiencia. Ya no importaba apostar por buenos contenidos. Y la verdad era que aquello “que a la gente le gusta” no era sino lo que los empresarios televisivos o los grupos de poder querían infundir como un presunto “gusto popular”.

Así aparecieron, en algún momento, los famosos “cómicos ambulantes” con programas de humor realmente grotesco y que eran verdaderamente impresentables; pero, como se dice popularmente, “caballero nomás”, lo que importaba era ganar audiencia, lo demás era lo de menos. También aparecieron programas heméticos como los de Laura Bozzo y Maritere Braschi: los llamados “talk shows”. Probablemente lo que prevalecía era la idea según la cual “negocios son negocios”.

Esto, evidentemente, no solo no era educativo o cultural, sino, sobre todo, era un atentado contra el buen gusto y una especie de veneno para las mentes de niños y jóvenes. Es decir, era aquello que se ubicaba en las antípodas de lo que se entiende por educación o enriquecimiento espiritual; en una palabra: antivalores.


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Hablemos específicamente de la adolescencia. La adolescencia –que viene del latín "adolescere": crecer, desarrollarse- es una etapa de cambios profundos en el ser humano. “Es un fenómeno biológico, cultural y social, por lo tanto sus límites no se asocian solamente a características físicas”[3]; lo cual significa, entre otras cosas, que mucho tiene que ver con el crecimiento emocional o psicológico, el estímulo que se recibe de fuera, de la sociedad, de la cultura. Si los estímulos son adversos, es obvio que el adolescente sufrirá negativamente los efectos.

La televisión –entendamos bien- no es en sí misma negativa y, por tal razón, no debe ser satanizada[4]. Pero hay que decir que la televisión -a la que en los últimos años se ha sumado el influjo negativo de la Internet[5]- no ofrece, lamentablemente, nada rescatable.[6] Es –como ocurre con la Internet- el uso lo propiamente negativo. Y aquí digámoslo descarnadamente: solo faltaría que en las pantallas de televisión pusiesen spots publicitarios ofreciendo la venta de cocaína o “éxtasis”. En alguna forma, todo lo demás ya existe (violencia[7], sexo, chismes, etc.). No puede negarse que el homosexualismo es una realidad que no tiene por qué esconderse ya que, como se ha dicho, no se trata de una desviación o de una enfermedad; pero de allí a tener que exagerar, como una suerte de celebración y escándalo dicha situación (tal como ocurre en la televisión), ya resulta intolerable. El tema de las “prostivedettes” que se hizo conocido en algún momento, parecía, más bien, como una publicidad a favor del meretricio. Hubo una serie que logró importante audiencia en los distintos estratos sociales que, si nos ponemos a analizarla detenidamente, terminaremos pensando que la televisión trataba de enaltecer y convertir en una suerte de héroes a personajes que no solo carecen de cualidades buenas o positivas, sino que son en realidad un mal ejemplo para niños y adolescentes. Esta serie fue “Misterio”. ¿Qué ganancia pueden obtener nuestros hijos de esto? Ninguna, realmente. Lo que logran es solamente torcer su conducta y creer que todo aquello que ven en la pantalla es digno de imitación. Los valores comienzan a resquebrajarse. Las pandillas, es decir, los grupos de púberes o adolescentes que en algunos barrios de la capital se enfrentan a pedradas, y a veces emplean hasta arma blanca e incluso armas de fuego, pueden creer que la televisión, en lugar de deplorar sus actos, los está alentando. El chisme y la incursión en el territorio íntimo, privado, de las personas y familias parecían haber roto la barrera de la tolerancia en programas como el de Magaly Medina. Es decir, repetimos, solo faltaría que la televisión ofrezca la venta de droga, para coronar su gesta de perversión e infamia.


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Esperar que la televisión en el Perú (me refiero a la llamada “televisión abierta”) contribuya a la educación y cultura, es pedir peras al olmo. Está demostrado que más puede el “raiting”, el peso del negocio, de la venta. Y, claro, hay que reconocer una verdad: por razón de la libertad de expresión y de prensa, nadie, ni el Estado, puede intervenir para dirigir o, como se dice últimamente, “direccionar” el sentido de la televisión peruana. Este es, en realidad, un asunto de conciencia, de moral, que deben asumir los dueños y conductores de las empresas televisivas.

¿Qué hacer mientras tanto? La respuesta debe ser de estos tres elementos decisivos: el Estado, la escuela y la familia. El estado, por ejemplo, debe fomentar más intensamente la lectura a través de las escuelas, las bibliotecas de barrio, etc. La escuela debe preocuparse porque sus maestros pongan mayor atención en la formación de los niños y adolescentes, tomando conciencia de que no solo se trata de transmitirles información o conocimientos, sino, sobre todo, de educarlos, de moldearlos, empleando como recurso especialmente el buen ejemplo. Las familias no deben descuidar a los hijos; lamentablemente las urgencias de carácter económico hacen que los padres estén la mayor parte del tiempo alejados de sus hijos y sabemos que cuando ello ocurre, los niños y adolescentes están expuestos a las tentaciones y “las malas juntas”, lo que da lugar a los vicios y otras lacras.

No sabemos a qué se debe que a la televisión se le haya endilgado el apelativo de “caja boba”. De lo que sí estamos seguros es que ese pequeño aparato puesto en la sala o el dormitorio, conduce las mentes de las personas que están sentadas frente a él con un control remoto en la mano. El uso del control remoto podría hacernos pensar que la persona que lo manipula es quien “maneja” la situación, sin embargo es todo lo contrario. Aquel invento (la televisión) que en 1929 comenzaba auspiciosamente, como hemos visto antes, sus transmisiones en Londres y Berlín, en buena cuenta se ha convertido, en el perverso advenedizo de las familias. Es el reemplazo de los padres, un reemplazo que no cumple con el papel formativo que no pueden, por diversas razones, ejercer los padres, sino que se empeña en hacer todo lo contrario: en dañar la personalidad de niños y adolescentes.

El Estado, la escuela y los padres debieran repensar respecto del rol que les corresponde ejercer en estos tiempos tan difíciles. El Estado especialmente debería asumir esto como un dogma: la mejor inversión es la que tiene que ver con la educación. Si queremos que nuestra patria tenga un futuro alentador y fértil, nuestros niños y adolescentes deberían crecer en un ambiente en que los estímulos sean siempre positivos. Si bien, como hemos visto, hay razones para culpar a los medios como la televisión por el papel nada edificante que desempeñan en la sociedad, también es cierto que enfrentar esta situación es tarea de todos. Es, pues, nuestra responsabilidad.


[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Rating

[2] Esta es la frase más conocida que solía expresar Alfonso, “Pocho”, Rospigliosi, que fuera director del antiguo programa deportivo “Ovación”.
[3] ADOLESCENCIA. En: http://es.wikipedia.org/wiki/Adolescencia
[4] Como muy bien se dice en una página web, la televisión puede ser “un instrumento eficaz para el desarrollo y enriquecimiento humano”; ya que ha habido programas que “han demostrado que la televisión les puede enseñar a los niños nuevas habilidades, ampliar su visión del mundo y promover actitudes y conductas prosociales.” (Monograf
[5] No se está afirmando aquí que la Internet sea en sí negativa. La Internet es una de las más extraordinarias creaciones de los últimos tiempos. Gracias a ella el mundo se ha convertido realmente en un pañuelo. El problema de la Internet no está en ella misma, sino en el uso perverso que pueda dársele y que de hecho se da por gran parte de las personas que acceden a ella, especialmente niños y adolescentes.
[6] http://www.monografias.com/trabajos5/adoles/adoles.shtml.
[7] “Al dirigirse al Comité Senatorial de los Estados Unidos para asuntos gubernamentales, Leonard Eron, una autoridad en el tema de la influencia de los medios de comunicación en los niños dijo: "Ya no queda duda alguna de que la exposición repetida a la violencia en la televisión es una de las causas del comportamiento agresivo, el crimen y la violencia en la sociedad. La evidencia procede tanto de estudios realizados en laboratorios como de la vida real. La violencia de la televisión afecta a los niños de ambos sexos, de todas las edades y de todos los niveles socioeconómicos y de inteligencia. Estos efectos no se limitan a este país ni a los niños predispuestos a la agresividad". (http://www.monografias.com/trabajos5/adoles/adoles.shtml)

jueves, 13 de agosto de 2009

DESIREÉ LIEVEN

Fue, como escribieron en el aviso de su muerte, rusa de nacimiento pero española de corazón (russe de naissance, le couer espagnol). Y, en efecto, su corazón se desbordó inconteniblemente por España y los españoles y también por muchos latinoamericanos, y un sinnúmero de peruanos entre ellos. Se sabía que su origen era noble, de aquella nobleza caucásica que sucumbió por designio del régimen bolchevique que se entronizó en el Kremlin; pero, salvo algunos traviesos ingresos en su intimidad, nadie se atrevió (gracias a la delicadeza de la prudencia) a preguntarle cosas al respecto. Su exilio irreversible la llevó a la Península Ibérica y recaló, finalmente, en Francia. Los avatares previos no los tenemos registrados pero, indudablemente, debieron parecerse en algo al retorno de Ulises a Itaca. Lo cierto es que por la particularidad dramática y riesgosa de su situación tuvo que sepultar su identidad verdadera y recurrir a la protección del seudónimo que, como ocurre casi siempre con los seudónimos que no llegan a uno por determinación ajena sino por propia voluntad, en su caso fue bello (resplandeciente, en verdad, como apuntara Jorge Falcón, su amigo de muchos años). No obstante provenir de donde provenía (casta o linaje despreciable a decir de las izquierdas radicales), fue una mujer que abrazó, perdón: que ejercitó con vigor, rotunda y contundentemente, las causas antifascistas en la Guerra Civil Española y se involucró en la resistencia francesa, adoptando en tales circunstancias (décadas del 30 y 40), como nombres de combate, Delia Toral y Lucienne. El brío de sus convicciones y la vitalidad de sus actitudes fueron lección para muchos; uno de ellos, Alfonso Colodrón, reconoció la significativa influencia que en su vida ejerció aquella mujer, de la que dijo era "la más extraordinaria de las nómadas anónimas" que conoció. España la recuerda, mejor dicho: creo que la recuerda: una galería artística tiene, al menos, el nombre que ella usó hasta el final de sus días. Fue -ya es hora de decirlo- una mujer realmente excepcional. Murió, a los 94 años de edad, prisionera de su nostalgia, pero había vivido en libertad, y, así, libre amó y libre sirvió a los demás. Las buenas o malas lenguas (o las malas voluntades, que a veces sirven para ponerles sal y pimienta a las relaciones humanas) le inventaron multiplicidad de amantes y sueños, y allí (que no lo sepa la andina y dulce Rita de junco y capulí) hasta al mismísimo Korriskosso de Santiago de Chuco -sí: César Vallejo- le atribuyeron alguna incursión sin él haberse enterado (cosas de la libertad, pues, cosas del amor). Quienes sí ingresaron en el entorno cálido de su bondad, sabiéndolo al revés y al derecho, fueron muchos artistas e intelectuales peruanos, medio desprotegidos huéspedes del Barrio Latino -años 60- a quienes, con hospitalidad infinita, juntaba en su pequeño departamento de París (rue de Beaux Arts) alrededor de una mesa poblada de bondad; ellos, es muy probable, deben haber presionado la tecla delete en su cerebro, eliminándola de su memoria, porque olvidar es el recurso más fácil y expeditivo para deshacerse de la carga plúmbea que significa la gratitud. Pero, en fin, por ahora solo nos interesa referirnos a aquella mujer, hacendosa, comedida, en la que -lo decimos siguiendo a Falcón- conjugaron esplendor, bohemia y heroísmo. Murió hace quince años, el 2 de octubre de 1991, y sus restos acabaron incinerados en el Columbario de Pére-Lachaise, en París. Hasta ese día, con dignidad, se llamó, simple y bellamente, así: Desirée Lieven. Ya nadie habla de ella.

(30 de noviembre del 2006)

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De: José Dávila M. ( jose.davila@comhem.se )
Comentario: Sr. Bernardo Rafael: He leído su articulo sobre Desirée Lieven y es por eso que le envio estas lineas. Yo soy un peruano que acompañado de un amigo llegó a París el año 1967 con doscientos dolares y muchas esperanzas en el futuro. Llevaba conmigo una dirección de una señora anfitriona amiga de los peruanos. Su nombre era Desirée Lieven y vivía en la 3 bis Rue de Beaux Arts (St.Germain de Pres). Lo primero que hicimos luego del choque cultural de esa ciudad extraña para nosotros fué buscar alojamiento. Como la bolsa de viaje que llevabamos no era muy solvente tuvimos que arrendar un hotel barato en la Rue Cluny (St. Michel). Hasta ahora existe y esta situado sobre un club que entonces se llamaba \"L\'Afrique\". Esa misma noche fuimos a visitar a Desirée y cuando ella abrió la puerta lo primero que dijo fué \"Uds. tienen cara de peruanos\"! Nos invitó a pasar y nos dió algo que beber seguramente que notaba el nerviosismo que nos embargaba como dos campesinos que recién llegaban a París. Estabamos en la charla de presentación y el objetivo de nuestro viaje cuando llegaron otras personas conocidas. Entre ellos Gerardo Chaves el pintor peruano que tenia un ateljé en París por aque entonces. Casualmente el otro día he visto un reportaje sobre él en TV Perú. Pero lo que más me sorprendió es que no ha mencionado que Desirée era su amiga ? Es muy probable que quiera olvidar parte de su pasado ahora que se siente más peruano que nunca. Luego de mis primeras experiencias en París y tratando de buscarme un futuro viajé con destino a tierras nordicas. Hasta ahora vivo en Suecia pero simpre que pasaba por París visitaba a Desirée. En Abril del año 1991 la ví por ultima vez. Llegué a París por unos días de vacaciones acompañado de mi hija. Ella se alegró mucho de verme y me regalo su libro \"Ma vie m\'a beaucop plu\" (Kyra Saven). Es así como se llamaba esa princesa de Lituania y el libro trata de su vida. Es probable que Ud. lo haya leído verdad? Es verdad que el ser humano es ingrato y solamente recuerda los seres que le traen beneficios. Sin embargo yo trato siempre de ser diferente y hablo de Desirée com mi esposa y mis hijas. He tenido la suerte de haber conocido a esa mujer extraordinaria y todavía me hace mucha falta. Atentamente José Dávila (e-mail) jose.davila@comhem.se Tel. +46 8 891489 (Suecia)

lunes, 10 de agosto de 2009

VOLVERÉ AL MEDIODÍA

Bernardo Rafael Álvarez

Ahora estaba solo en medio de tanta gente. Y, aunque seguía guardando en su memoria todas las circunstancias terribles que había vivido o de las que había sido testigo, Claudio, en algún momento llegó a creer que, por fin, se había sobrepuesto del trauma de la violencia, la destrucción y la muerte.

Durante un tiempo vivió en Huancayo, pero luego, ilusionado por todo lo que escuchaba acerca de la Capital, logró llegar a Lima. Conoció el mar, que era una inmensa laguna que en el horizonte se hundía y vio los edificios que rascaban la panza del cielo. Doanto, que lo había apoyado, protegido y aconsejado y que prefirió quedarse en el Valle del Mantaro y seguir vendiendo raspadillas en la ciudad huanca, le dio, junto a una carta, la dirección de un pariente que, como él, también era una persona muy buena (“quizás por ser serrano”, pensó Claudio). Se trataba de don Julián, que vivía solo en Canto Grande y se dedicaba a la compostura de calzados en un quiosco ubicado junto al mercado de su barrio.

Claudio se dedicó a ayudarle en su trabajo y, aunque esa ocupación no era muy rentable, se sentía feliz. Se sentía dichoso porque, gracias a Dios, en la monstruosa ciudad que él había imaginado como un paraíso, no le pasó lo que a muchos otros decepcionados provincianos les ocurría.

Ya habían transcurrido seis meses, en humildad pero sin mayores problemas. Una mañana de noviembre, Julián, su nuevo protector en la gran Ciudad, salió temprano con rumbo a Caquetá, a comprar cueros y suelas, como solía hacer los días viernes; pero esta vez lo movía una urgencia: un trabajo que no podía demorar, porque la persona que lo encargó tenía un compromiso ineludible para el día siguiente. “No vayas a salir, recomendó Julián; no me demoro mucho, a más tardar volveré al mediodía.” “Ya, tío –así lo trataba-, no te preocupes; aprovecharé para preparar una sopa.”

Llegó el mediodía, la tarde, la noche, y Julián nunca apareció. Claudio comenzó a preocuparse, a desesperarse. Preguntó a algún vecino. “Seguro se ha encontrado con amigos y se ha puesto a tomar”, le contestaron. Pero Julián nunca bebía, era un hombre tranquilo, sano, sin más vicios que su trabajo humilde pero honrado. Sin poder conciliar el sueño, Claudio se acostó y tras cada ruido cercano que escuchaba corría a la puerta, creyendo que era Julián el que venía.

Muy temprano, al día siguiente, después de preguntar qué carro tomar, salió en busca de quien durante los meses que vivió en Lima, hasta ese entonces, más que un amigo, más que un tío –como él lo llamaba- fue en realidad como un padre. En el trayecto hacia Caquetá iba acordándose de la mamacha María, acribillada por la estupidez y la infamia, también del buen sargento Elías, que en un primer momento lo había confundido con su hermano y luego lo quiso como a un hijo, y también, cómo no, de su pueblo ocupado por la soledad y el dolor. Al llegar a Caquetá, desorientado pero con esperanza, recorrió por todos los puestos de venta de cueros y suelas. Nadie le daba razón.

Se sentó, agotado, en una equina y, deshecho, prorrumpió en un incontenible llanto. Una señora, que vendía emoliente, lo miró conmovida y absorta. Le comentaron que aquel niño “estaba buscando a su padre” que el día anterior había venido a hacer compras en Caquetá. Un estremecimiento se apoderó de ella. “¡No puede ser!”, exclamó la mujer para sus adentros. Una cruel certeza humedeció sus ojos. Aquel hombre que el niño buscaba, sin ninguna duda era el mismo al que ella vio ayer, el que, casi siempre los fines de semana, llegaba a Caquetá a comprar cueros y antes de emprender el retorno le pedía un emoliente, el que le había contado que en su humilde casa de Canto Grande vivía con un niño que era como su hijo. ¡Era el mismo! La mujer no se atrevió a acercarse al niño y prefirió tragarse la verdad acerca del buen Julián.

Un carro que se dio a la fuga, el día anterior lo había atropellado. Con la cabeza destrozada, y el paquete de cueros sobre un charco de sangre, Julián quedó tirado por unas horas en la pista, como una herida infame, incomprensible y absurda.

(Cuento escrito a partir de la lectura de "Noche de relámpagos" de Félix Huamán Cabrera)

miércoles, 22 de abril de 2009

LAS NO FALSAS CONTEMPLACIONES DE PAOLO ASTORGA

Bernardo Rafael Álvarez

No obstante su juventud, o tal vez gracias a ella, desde hace un buen tiempo Paolo Astorga viene desarrollando con inusitada intensidad y vehemencia una importante labor creadora y de difusión poética. Es estudiante de Literatura y Lengua Española en La Cantuta, tiene veintiún años de edad y hace dos dio a conocer -publicado en edición electrónica (léase: disco compacto)- su primer poemario, “Anatomía de un vacío”, que es un conjunto de breves textos bien escritos a través de los cuales se deja notar un justificado desencanto frente a una realidad, la que vivimos, que hiere la conciencia. Usando el valioso recurso que ofrece la Internet, presentó dos antologías, “La voz del Mundo” (2006) y “Una voz en el abismo” (2007), y edita y dirige la revista digital “Remolinos”. Ahora, por el mismo medio, pone ante nuestros ojos “Sin llegar a lo invisible”, su segunda colección de poemas en los que Lima es una ciudad con esquinas tumefactas por las que camina arrastrando un cuerpo herido. Poesía -o cuadros de una exposición- expresionista: “…un perro que expectora las siluetas acribilladas bajo un poste embarrado de saliva”. Poesía crispada donde la luz / es un ojo que sangra, y donde esta desolada generación tiene que asumir, irremediablemente, aquello que es una crónica certeza: el charco incólume, la patria durmiente. Este joven, sensible y lúcido poeta nació apenas un lustro antes de que se detuviera el flagrante drama de la violencia que lastimó con su infamia el corazón de nuestro pueblo; sin embargo, aunque ha logrado callar la enfurecida memoria de los pinos y los periódicos exponen nuevos titulares desgastando todas las memorias, no puede dejar de reconocer que aún hay papeles manchados de sangre y dinamita que como azules bestias marchitando una palabra son, al fin de cuentas, el testimonio y el estigma que, aunque no podamos eludir, no han de destruir la esperanza ni los sueños. Astorga lo dice enfáticamente: “no hay nadie arrodillado / aceptando su derrota”. Eso se llama optimismo, “buena onda”. Puedo, por ello, decir que esta desolada generación a la que pertenece y por la que habla y escribe nuestro joven poeta cantuteño, tiene la frescura de la alborada, y esto es bacán, señores: “fui feliz, comí un helado, burlé la muerte, fui cielo estrellado…”. Y, a pesar de todo lo adverso, nos informa que Lima, la horrible Lima, ha vuelto a ser la extraña humedad de un beso”. Es decir, el poemario de Astorga, que no es –me atrevo a contradecirle- el de las falsas contemplaciones, sabe a infierno y huele a cielo. Al admitir esto debemos aceptar o, mejor dicho, hacer caso al mandato que, parodiando al autor de 5 metros de poemas, nos espeta: “prohibido estar triste”. Con regocijo, entonces, tengo que decir que me gusta la limpieza sin embustes de su poesía (“Alzo mi mano y me destruyen los buitres, / Sabes que aún te espero / Pero igual cierra tu boca / Cuando veas mi rostro esperando una respuesta / Un sueño, una absurda soledad tratando de brillar en el vacío.”), y que, por ella, bien vale un brindis (claro, con pisco o grog; el frío desquiciado de nuestra ciudad obliga). ¡Salud, poeta!
Lima, 25 de agosto del 2008

EL POETA, LA AMADA MUERTA Y LA FLOR DEL MONTE

Bernardo Rafael Álvarez

Carecía de inclinaciones literarias. Esto es lo que sabemos a partir de la lectura de la que es, creo, la más completa y fiel biografía que se haya escrito acerca de él y cuyo autor fue -¿quién más?- el poeta chiquiano Alberto Carrillo Ramírez.[1]

Sabemos también que su niñez, en la escuela, no fue precisamente provechosa. Su tío Manuel Morán González contaba -y esta versión la recogió Carrillo- que era un “muchacho vivaz e inteligente, pero poco afecto al estudio” y, más bien, daba muestras de ser “un perfecto holgazán” y, “debido a que nunca pudo dar una buena lección”, llegó a ganarse entre sus condiscípulos, la fama de “bruto”; distinguiéndose, además, “por su carácter impulsivo y pendenciero”. “Cuando llegaba a encolerizarse –refiere el vanguardista autor de Poemas cavernarios- tornábase indomable y era capaz de cometer cualquier desatino, razón por la cual los chicos de su misma edad y sus mismos hermanos lo miraban con respeto.”

Su biógrafo afirma que “en la vivacidad de sus negros ojos, su locuacidad y su modo de ser vivaracho e inquieto”, podía vislumbrarse un alentador pronóstico; lo cual, sin embargo, no habría de llegar a materializarse, pues “por ausencia de todo control en casa de sus abuelos” (que es donde fue criado) terminó convirtiéndose en “un muchacho voluntarioso y pródigo, disipado y callejero” y –seguimos con la versión de Morán González, su tío- “dado al despilfarro”, pero “también generoso con todos y nada codicioso ni egoísta.”

Quedó huérfano de padre a los once años de edad. Y esta circunstancia, sin duda, debió ser la que agravó su situación: “vióse, de la noche a la mañana, como barco sin timón que, abandonado en alta mar, se encuentra a merced de las olas” (Carrillo). No es, sin embargo, que la muerte de su progenitor lo hubiera dejado sin cariño y protección. Recordemos que en alguna oportunidad cuando su maestro de primaria iba a infligirle un castigo físico y procedió a bajarle los pantalones, se dio con la terrible sorpresa de que “el muchacho tenía el cuerpo salpicado de cardenales a causa de las latigueras propinadas por su padre”. Diríamos, pues, que con la muerte de este, no perdió precisamente afecto, sino, más bien, se libró de sus maltratos.

Como vemos, condiciones vitales ostensiblemente deplorables. Una realidad que, obviamente, “contribuía (Carrillo dixit) a su deformación moral”. En su hogar pudo haber, y de hecho lo hubo, de todo, “menos el tacto y la capacidad necesarios para educar a un hijo que se abismaba, cada vez en la sima de la perdición”: se ejercían, por un lado, castigos severos, y por otro, se prodigaba exceso de tolerancia. Y en la escuela la situación no era menos deplorable: “el maestro –seguimos leyendo a Carrillo- encarnaba la arbitrariedad y brutalidad”.


El mito del poeta


¿Podríamos -considerando la reseña biográfica de su primera edad, que hemos seguido en el libro de Alberto Carrillo Ramírez- asegurar que en Luis Pardo, el “gran bandido”, se encontraba escondido el espíritu de un poeta que, abrupta y furtivamente, habría llegado a desbordarse en algún momento de su azarosa vida?

Definitivamente, no podemos dar una respuesta afirmativa.

Pero, claro, tampoco negarlo terminantemente. No están definidas con certeza, y ni siquiera aproximadamente, las condiciones que hacen que un hombre o mujer se convierta en poeta. El poeta nace o se hace, gracias o a pesar de sus circunstancias.

Ahora, concretamente, respecto de Pardo ¿qué podríamos decir? Creo que, simplemente, repetir aquello que escribió Alberto Carrillo Ramírez (a quien, estoy seguro, hay que creerle porque sus datos provienen de fuentes de primera mano): que el chiquiano más famoso “no tuvo inclinaciones literarias”.

Luis Pardo, el ser de carne y hueso, dejó de existir de un modo violento, atroz y, digamos, vil, pero quedó su nombre y el “halo de héroe romántico y popular”[2] que lo envuelve. No fue “un caballero andante, deshacedor de agravios y enderezador de entuertos, defensor de débiles y oprimidos; pero tampoco fue el bandido sanguinario y avezado, cruel y abusivo”[3]. Sin embargo la imaginación colectiva que es rica, que no se detiene y, a veces, puede ser inconsiderada, hizo de él un ángel y también un demonio.

No quedó el demonio y tampoco el ángel. Lo que ha permanecido es el héroe querido que enorgullece a todo un pueblo y al que, incluso, le han levantado un monumento como una suerte de sombra protectora al ingreso de la ciudad[4], lo cual es ciertamente loable y legítimo; pues, frente a los pulcros personajes con patillas, charreteras y laureles que nos impone el patriotismo de calendario cívico, no resulta inadmisible la creación de héroes alternativos y dioses a la justa medida de los intereses secularmente desdeñados del pueblo, y “más aún si estos encarnan las ansiedades y los deseos de justicia y libertad”, como expresa Javier Garvich[5]. Por ello, más que el individuo históricamente caracterizado, es en realidad el personaje mítico el que pervive. Y Luis Pardo es, ya y definitivamente, un personaje mítico.

Y como, casi siempre ocurre, los mitos traen como cola más mitos[6]. Durante mucho tiempo hubo quienes convenían en que Luis Pardo fue, también, poeta. Como escribió Carrillo Ramírez, “para unos la personalidad de Pardo fue la de un político ‘fanático’, de un revolucionario de tendencias socialistas y de un poeta, por añadidura”. Alguien, incluso, ha escrito algo que va más allá de la simple imprecisión referida a la “personalidad” o a las “inclinaciones literarias” de este personaje y ha señalado que “se sabía de la producción poética” del gran bandido[7], es decir que escribía poemas. No se ha llegado, sin embargo, a tener evidencias reales de esto. ¿Por dónde, de ser cierta esa afirmación, habrían ido a extraviarse los jamás encontrados manuscritos? Nos atrevemos a creer, por ello, que esto no es más que un noble e ingenuo mito, creado por la fantasía popular, que se agrega a todo lo bueno y malo que sobre el bandolero chiquiano se llegó a decir.

Aparentemente, el surgimiento y activación de este mito habría tenido su origen en la aparición, en setiembre de 1909 (unos meses después de los luctuosos sucesos en que perdió la vida Luis Pardo), de un largo poema publicado en el semanario Integridad que dirigía el escritor liberteño, Abelardo Gamarra, “El Tunante”.

Se trata de un poema que lo componen ciento veinte versos, en que se habla de “las aventuras y desventuras de un personaje que en vida fue perseguido, abusado y difamado”[8] y que comienza lamentándose de su situación de hombre solitario que “por jalcas y oconales, sin hallar fin a sus males, va arrastrando su calvario” y nos dice, además, que a su padre lo mataron y que su madre murió de pena. Y habla, también, acerca de la desdicha de haber perdido a la mujer que amó (“pues nací para infelice”).

El poema empieza, diríamos, casi a la manera de los grandes poemas épicos de la antigua Grecia (La Iliada, La Odisea), en los cuales se invoca, de entrada, a la musa como punto de apoyo para luego desarrollar el relato de las hazañas y contingencias del héroe[9].

En el llamado “Canto de Luis Pardo”, en lugar de buscar el amparo y estímulo de la musa, se invoca, como consuelo, a la “dulce andarita”: “Ven acá mi compañera;/ ven tú, mi dulce andarita,/ tú sola, sola, solita,/ que me traes la quimera/ de aquella mi edad primera…”. Y a ella, la andarita, el poeta comienza a contarle sus cuitas.

El poema, en parte narrativo, está escrito en primera persona. Fue sacado a luz, en el periódico dirigido por “El Tunante”, sin darse a conocer el nombre de su autor, lo cual generó más de una sospecha entre los lectores. Unos atribuían su autoría al director del mencionado semanario y otros a Leonidas Yerovi, que entonces escribía para la revista semanal “Actualidades”. La presunción -ligera, por cierto- que también se generó fue que quien lo escribió no pudo ser sino Luis Pardo, dada la obviedad del texto en que aparece el nombre del “gran bandido”.

Alberto Carrillo Ramírez se encargó, como ya hemos visto, de desmentir aquella peregrina conjetura. No solo afirmó que Pardo carecía de inclinaciones literarias, sino que, además, por el hecho de que en el poema aparecían ciertas expresiones ajenas al hablar chiquiano, resultaba prácticamente inaceptable atribuirle su autoría[10]. Aunque -a pesar de esta pertinente e irrebatible aclaración hecha en el libro que trata de la “vida y hechos del famoso bandolero chiquiano”- algunos siguen pensando lo contrario, debemos afirmar enfáticamente que hablar de “Luis Pardo poeta” no es más que aludir a un mito romántico pero innecesario, sugestivo pero exagerado.


El mito de la amada muerta

Como hemos dicho, Carrillo hace referencia a palabras no usadas en Chiquián y que aparecen en el poema de marras. Una de ellas –que en su libro se resalta en “negritas”- es oconales, expresión referida a los humedales andinos[11]. Pero en la que pone mayor atención es en una palabra que, al igual que la mencionada, no aparece en el diccionario de la Real Academia y que, efectivamente, no era empleada en Chiquián; se trata de “andarita”[12].

Bien, nos encontramos aquí con la aparición de otro mito; digamos, de otra fabulación. Es cierto lo que dice Carrillo: considerando el uso de esta palabra, andarita, ya tenemos una razón para descartar a Pardo como autor del poema que, dicho sea de paso, demuestra que quien lo escribió era un experto en versificación; al menos, los versos que lo componen son unos octasílabos realmente bien hechos. Sin embargo, otro es el tema ahora.

Dijimos antes que el “Canto de Luis Pardo” empieza invocando la compañía de la “dulce andarita” como consuelo del hombre solitario que quiere que sea ella quien le escuche contar sus “aventuras y desventuras”. Cierto. Y una de aquellas desventuras, además de la muerte de sus padres (él asesinado y ella aniquilada por la pena) se debe al alejamiento de la mujer amada. Eso es lo aquel “hombre solitario” le cuenta a la “dulce andarita”: le dice que él amó a una mujer a la cual hubo “también de perder…/ pues nací para infelice”.[13] El mito o, mejor dicho, los dos mitos generados en torno a esto, están en que suele afirmarse, primero, que es la “andarita” la mujer amada que perdió el protagonista del poema, o sea Luis Pardo; segundo, que esa pérdida se produjo por muerte de la fémina.

Una cuidadosa lectura nos permite advertir que no es así. El poema habla, efectivamente, de la pérdida de la mujer amada que, obviamente, llena de desconsuelo al hombre que la sufre. Pero en ninguna parte se precisa que ella hubiera muerto. Simplemente se alejó del hombre que la había amado, y al despedirse le regaló, a manera de recuerdo, un pañuelo. Leamos la penúltima de las décimas: “Cae la noche, en el cielo/ surge la argentada luna/ triste como mi fortuna/ sola cual mi desconsuelo. / A su luz beso el pañuelo/ que me dio a la despedida,/ que en su llanto humedecida/ besó ella con pasión loca/ y que guarda de su boca/la huella siempre querida.” Más claro, imposible. El desconsuelo de Luis Pardo –ateniéndonos a la lectura del poema- no se debió, pues, a la muerte de la mujer amada, sino a que, en su llanto humedecida, ella simplemente lo abandonó.


El mito de “la andarita”


Y aquella mujer pudo haber tenido cualquier nombre o cualquier apodo pero, definitivamente, no fue Andarita. Primero, como hemos dicho, porque el poema no dice nada de esto. Segundo, porque esta palabra –salvo en estos últimos años- no era usada ni conocida en Chiquián.

Se ha dicho y escrito que “Andarita” fue el apodo cariñoso con que Luis Pardo trataba a la andina mujer que amó[14], comparándola, de esta manera, con una bella flor de monte que –se asegura– habita el noroeste del Perú y “cuyo tallo es de color gris y capullo de pétalos guinda con aroma a cedro y jazmín”. Bella definición esta que, como se ve, tiene mucho de poesía. Pero nada más.

Es cierto, la andarita corresponde a la zona norte de nuestro país, pero no precisamente al noroeste, sino a la sierra que va desde Pallasca hacia Cajamarca. Es una expresión bella y sugerente que cuando niños la escuchábamos y pronunciábamos con especial regocijo, y recordarla ahora nos produce una inefable emoción.

Pero -digámoslo de una vez por todas- este nombre no se asigna a ninguna flor “de pétalos guinda con aroma a cedro y jazmín”. Hemos tratado por todos los medios a nuestro alcance de ubicarla en algún punto de este Perú de metal y melancolía que cantó García Lorca, pero no hemos logrado el resultado que pudiera corroborar lo dicho acerca de aquella misteriosa “flor de monte”.

Es que, en realidad, no es una flor, sino un instrumento musical. “Andarita” es el nombre que se le da a una especie de flauta de pan -parecida al siku altiplánico-, más comúnmente conocida, en gran parte de nuestro país y en alguna otra región de Sudamérica, con el nombre de “antara”[15]. Es probable que para darle una sonoridad más suave y lograr una acentuada eufonía (uso que es común en nuestro país), se haya recurrido al reemplazo de la “t” por la “d”, convirtiéndose “antara” en “andara” y -habituados como solemos ser a los hipocorísticos- terminara usándose “andarita”. En otros países, esta andina flauta de pan recibe diversos nombres: rondador, hipacate, julajula, flauta de pan Calchaquí, etc[16]. Es un instrumento humilde cuyos sonidos son como trinos de ave silvestre y que, al igual que la quena, solía ser la consoladora compañía del hombre del ande en sus solitarios desplazamientos por jalcas y oconales[17]. Por ello es que el poeta autor del “Canto de Luis Pardo”, que evidentemente conocía este instrumento, lo eligió como un personaje importante en su composición, requiriéndolo como interlocutor e invocándolo como consuelo, para hablarle de pesadumbres y aventuras.


El Tunante

Pero es evidente que, no obstante saber de qué se trataba, el poeta incurrió en lo que podríamos llamar tal vez una “incoherencia referencial”, pero preferimos hablar de licencia literaria: el contexto o las circunstancias que motivaron el poema (que habla de las cuitas y aventuras de Luis Pardo) se ubican geográficamente en Chiquián y en sus inmediaciones donde, como ya hemos dicho, “andarita” era una expresión desconocida. El poeta pudo no estar enterado de esto y por eso empleó el término o, sabiéndolo, no lo descartó debido a su ya mencionada eufonía. Podría haber usado un término más cercano a Pardo o al castellano de Chiquián o, más precisamente, en lugar de “andarita” haber escrito, por ejemplo, “quena”. Pero, en fin, esto es harina de otro costal. Lo que queda claro es que ni fue Pardo, ni ninguna otra persona nacida en Chiquián o en los pueblos vecinos a esa bella y culta ciudad, quien escribió el poema que nos ocupa.

Tiene que haber sido alguien proveniente de la zona en que se conoce el instrumento denominado andarita. Y esta certeza nos incita a descartar asimismo, de plano, a Leonidas Yerovi que, como vimos antes, también fue mencionado como probable autor del poema[18]. El ingenioso fundador de “Monos y monadas” no tenía ni idea acerca de la “andarita”.

Llegado a este punto, creemos que más cercana a la verdad se encuentra la sospecha de que el autor pudo muy bien haber sido Abelardo Gamarra, “El Tunante”. Primero, porque él fue, amén de humorista, un maduro y culto poeta; segundo, porque, sin tener precisamente que haber simpatizado con el “Gran Bandolero”, fue quien –en medio de una agresiva campaña periodística de ensañamiento y calumnias- trató de defenderlo “en un artículo especial de su periódico”[19]; y tercero, porque Gamarra nació en Huamachuco y, debido a ello, conocía lo que es una andarita. De él expresó Mariátegui que se trataba del escritor “que con más pureza traduce y expresa a las provincias”; en su obra, agregó, “es demasiado evidente la presencia de un generoso idealismo político y social”. Y esto es lo que se hace patente en el poema escrito en honor a Luis Pardo, que es -dicho sea finalmente- considerado una de las primeras composiciones “de protesta”, lo que se condice en cierto modo con el espíritu contestatario y de “verdadera adhesión a su patriotismo revolucionario” que, según el autor de los “Siete Ensayos”, puso de manifiesto Gamarra desde su juventud. Habría que preguntarse por qué no colocó su nombre al publicarlo y dejó que circule aquello del “envío anónimo a la redacción”. Las razones solo él pudo conocerlas y, obviamente, prefirió guardarlas. [20]

Debemos decir, finalmente, que -no obstante tener el soporte de los razonamientos expuestos y fundarse, además, en lo que Jorge Basadre[21] estimaba como cierto- la afirmación que expresamos sugiriendo enfáticamente la autoría de Gamarra respecto del poema motivo del presente ensayo, es probablemente solo una imprudente hipótesis. Más allá de argumentos, se requeriría de incontestables pruebas documentales. Ojalá alguien pudiera encontrarlas.

Creemos estar en condiciones de asegurar, sin embargo, que si la persona que escribió el “Canto de Luis Pardo” no fue Abelardo Gamarra (a quien nuestro historiador de la República consideraba como tal), tuvo que haber sido un poeta natural de Huamachuco (tierra de El Tunante) o de algún otro pueblo de la sierra norte de Ancash, de La Libertad o de más allá. Pero, en definitiva, ninguno de Chiquián.


Lima, abril del 2009

[1] A. Carrillo Ramírez: Luis Pardo, el gran bandido. 2da. Edición, Lima, 1976
[2] Félix Álvarez Brun: Ancash, una historia regional peruana. Lima, 1970.
[3] José Ruiz Huidobro. En: Revista ancashina Eco Regional, julio 1960.
[4] En el centro de un pequeño parque, a la entrada de Chiquián, se encuentra la estatua ecuestre de Luis Pardo levantando un revólver con la mano izquierda, y unos metros a la derecha, la imagen esculpida de Santa Rosa, patrona de la localidad, sostiene en la diestra una cruz.
[5] Javier Garvich: Un fin de semana con Luis Pardo en: http://lapizymartillo.blogspot.com/
[6] Se considera aquí al mito en su acepción de fábula, de fantasía o de creencia aceptada y trasmitida por una comunidad; no como creencia cosmogónica.
[7] es.wikipedia.org/wiki/Luis_Pardo.
[8] El canto de Luis Pardo. En: http://eruizf.com/musica/luispardo.html
[9] “Diosa, canta del Peleida Akileo la cólera…” (La Iliada).
[10] Carrillo dice: “Estas décimas no puede haberlas escrito Pardo, porque él no tuvo inclinaciones literarias; además, en ellas figuran palabras que no son propias del hablar chiquiano, como “andarita” y otras.”
[11] “Los oconales son lugares húmedos o parcialmente anegados, pantanosos o semipantanosos que se presentan en la región altoandina del Perú sobre los 3.300 m. de altitud.” ( http://rua.ua.es)
[12] Durante el encuentro de escritores realizado en Chiquián a principios de este año, pudimos advertir que esa ciudad la palabra “andarita” ha sido asimilada con relativo fervor. Supimos también que a una chiquilla declamadora habían proclamado como “La Andarita”.
[13] Nótese, además, que no es el término “infeliz” el empleado, sino otro que evidencia un ostensible carácter poético: “infelice”.
[14] Veamos lo que aparece escrito en la Internet: “Cerca a los 25 años se enamoró perdidamente de Zoila Tapia, una joven pastora, que él llamaba cariñosamente "Andarita" (nombre de una flor silvestre que crece en noroeste de Perú) y formó vida conyugal con ella. Pero su felicidad no duró mucho: Zoila falleció al dar a luz a su hijo, quien murió poco después.” (es.wikipedia.org/wiki/Luis_Pardo)
[15] Instrumento consistente en una hilera de cañas de carrizo abiertas en uno de sus extremos, dispuestas en orden decreciente y afinadas en escala pentatónica (por lo general en "la" o en "mi").”
[16] www.cidemp.org/oldpage/libro1/generalidades.htm
[17] Es común recurrir, poéticamente, a un instrumento familiar para contarle las penas. Recuérdese, por ejemplo, el vals “Guitarra” de Augusto Polo Campos.
[18] Un dato curioso: el escritor Darío Mejía afirma haber encontrado un catálogo de los antiguos Discos Victor de los años 1924-1925, “donde el vals Luis Pardo figura con Leonidas Yerovi como autor”, y fue grabado por el dúo Gamarra y Marini, hijo, el primero, de “El Tunante”: www.boletindenewyork.com
[19] Ver: Carrillo Ramírez.
[20] Años después de publicado el texto se efectuó una adaptación para convertirlo en vals criollo con música del compositor Justo Arredondo.
[21] Ver: Edmundo Cornejo U. Nota bio-bibliográfica a “En la ciudad de Pelagatos” de Abelardo Gamarra. Ediciones PEISA. Lima, 1975.