LA TETA ASUSTADA. Mi pobre y silvestre comentario
Bernardo Rafael Álvarez
No puede negarse lo evidente. La Teta asustada es una muy buena película, digamos psicológica y poética, con una actuación genial de Magaly Solier. Trata, como muchos han advertido, el tema de la perversa secuela de la violencia (específicamente, las violaciones masivas), de un modo distinto, inesperado, imaginativo. Se hunde en el aspecto psicológico y lo describe con un alto contenido de poesía, de simbolismo. Aunque son temas y situaciones diferentes, yo encuentro cierta aproximación a lo que se vio, hace ya muchos años, en "Gritos y susurros", de Igmar Bergman: escenas desconcertantes y patéticas comparables, tal vez, con "El grito", aquel terrible bello cuadro de Edvard Munch. Pero se trata, ciertamente, de una película con una alta dosis de fantasía, al menos en cuanto se refiere al tema propiamente dicho de "la transmisión del miedo a través de la leche materna" y de la inserción de un tubérculo en la vagina de su protagonista. Esto que, visto con sentido poético, puede ser perfectamente interpretado, no es entendido por el espectador común aunque -como se ha puesto de manifiesto- muchos, quizás muchísimos, digan, emocionados, que es "bacán", que es "extraordinaria" (claro, movidos por la emoción social, nacionalista y “patriota”). Sin duda existe una suerte de identificación popular: se ve un pueblo joven con sus costumbres festivas, se ve a los vecinos de ese pueblo joven actuando, lo cual genera comentarios, admiraciones, orgullo. Sin embargo, no todos ponen atención en que las actuaciones -la mayor parte de ellas, quiero decir- son malas. El paso de un cuadro a otro (otra vez, digo en muchos de ellos y no en todos) no solo es desconcertante sino, a veces, adolece de una virtual incoherencia. El canto en quechua de la anciana -madre de Fausta- es altamente significativo, porque a partir de él se desarrolla la obra. Pero esta mujer muere y no se entiende cuánto tiempo permanece su cadáver en la casa; porque ocurre una serie de hechos (busca de ataúd, consulta en una empresa de transportes, matrimonios en el pueblo joven, trabajo de Fausta como doméstica, concierto de su "patrona" en un teatro, etc.) que, mínimo, se tendrían que haber dado en el lapso de un mes y no sé si un cadáver puede durar tanto tiempo escondido en la casa sin los efectos de putrefacción (a pesar, claro está, del embalsamamiento doméstico y epidérmico a que es sometido). ¿O es que estamos hablando tal vez de una demencia colectiva, que sería el asunto tratado por la película? No lo creo. Al estar por terminar la película aparece una escena que no sé qué significado tiene: un par de niños baila en una azotea sin música; luego de unos segundos, la niña llama a Fausta ("te buscan!"), inmediatamente lo que aparece es la escena final: Fausta se aproxima a una flor (¿Hay conexión entre estos dos escenas?). En fin, ¿podríamos decir (esta es una pregunta tal vez osada) que La teta asustada se inscribe en lo que sería el cine del absurdo? (No estoy insinuando, por si acaso, que se trata de una película absurda ni mucho menos; solo quisiera entender si podemos encontrar cierta analogía con el teatro del absurdo, por ejemplo.)
miércoles, 10 de marzo de 2010
lunes, 21 de septiembre de 2009
LA CELESTINA PERUANA: LA ALCAHUETERÍA EN EL TEATRO
Lo que Fernando de Rojas representó en su obra maestra, “La Celestina”, podemos encontrarlo también en una de las más celebradas y representativas obras del teatro peruano: “Ña Catita”. El tema del “celestinismo”, es decir, la “alcahuetería” o sea la función morbosa, enfermiza que desempeñan algunas personas a las que se llama alcahuete o alcahueta, según el género. Alcahuete es, según el diccionario, la “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita.” Pero también existe la acepción de “correveidile, chismoso”.[1]
Pero, claro, “Ña Catita” es, fundamentalmente, una obra costumbrista.
Como sabemos, el costumbrismo, abarcó todo un período en el que la agitación política era el pan de cada día, cuando se daban las luchas caudillistas y las dictaduras. El costumbrismo tiene una característica básica: su apego a la realidad que es retratada con un tono humorístico, sarcástico y satírico. En esta corriente, además de nuestro autor, destacó Felipe Pardo y Aliaga (con obras como "Frutos de la Educación", "Don Leocadio", "El Aniversario de Ayacucho" y "Una huérfana en Chorrillos"); pero también hubo un autor que es poco conocido y que Luis Alberto Sánchez destaca: José Joaquín Larriva y Ruiz, llamado “el cojo Larriva” que era famoso “por su repentismo y mordacidad”[2].
Manuel Ascencio Segura, al que unánimemente se considera como el padre del teatro peruano, escribió artículos costumbristas, poesía satírica y comedias, entre las que destacan “La Palimuertada”, “El Sargento Canuto”, “Las Tres Viudas”, “La Pepa”, etc. Pero, sobre todo, la obra a que se refiere este ensayo, “Ña Catita”. Escribió artículos de costumbres y letrillas contra el mariscal boliviano Santa Cruz[3]. Poco conocido es que Manuel Ascencio Segura fue un militar, llegó al grado de Sargento Mayor, y se retiró del ejército en 1842; peleó en la Batalla de Ayacucho formando parte del ejército español. Sin embargo, cuestionaba los abusos de los militares y esto este rechazo es lo que puso de manifiesto en la que viene a ser su primera obra teatral, “La Pepa” y en “El Sargento Canuto” que es una de las más conocidas junto a “Ña Catita”.
“Ña Catita”, que es la obra de la que me ocupo, tiene, como he dicho al principio, mucho de costumbrista; lo es en realidad. Pero, como era característico en Segura y otros autores de la época, tiene un indudable tono cómico, es decir, se trata de una comedia. Lo notable, entre otras cosas, es el marcado uso del lenguaje de aquella época. Es una obra realmente sencilla, carece de ampulosidad; inclusive, el desarrollo de su trama no se ubica más que en un pequeño ambiente, una casa familiar para ser más precisos.
Aunque tiene mucho que la diferencia de la obra del español Fernando de Rojas, sin embargo nadie puede negar que el tema que aborda es el mismo, la alcahuetería. “La Celestina”, como su autor la calificó es una “tragicomedia” (“Tragicomedia de Calixto y Melibea”, es el título que le dio su autor), en cambio “Ña Catita” es solo comedia por sobre todas las cosas: nadie muere en su argumento como sí ocurre con “La Celestina”.
Pero lo cierto es que aborda lo que llamaría el tema del “celestinismo”, pero lo hace con matices propios que la diferencias de “La celestina”. Ambas obras son teatrales (funcionan sobre la base de los diálogos), pero hay un asunto importante que mencionar: por su extensión, “La Celestina” resulta difícil de ser representada en un teatro, salvo que sea sometida a condensación o a un resumen; en cambio ello no ocurre con “Ña Catita”.
Dije al principio que trataba de la “alcahuetería”. Efectivamente. Y que por ello lo identificaba con “La celestina”. Pero debo expresar que si ambas obras se ocupan de este tema, es preciso aclarar que la obra de Fernando de Rojas considera solo el aspecto referido a una de las acepciones del término alcahuete, “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita”. Lo que ocurre con “Ña Catita”, va más allá, pues también considera la otra acepción: “correveidile, chismoso”. El personaje central de esta comedia es eso también: una mujer chismosa. Intrigante y chismosa, lo que hace es aconsejar mal a Doña Rufina, la madre de Juliana, a fin de que esta se case con un joven que no valía la pena, pero, felizmente, aparece una persona que evita que se concrete lo que llamaríamos el infausto matrimonio.
[1] Diccionario de la real Academia, 22º Edición.
[2] Luis Alberto Sánchez: La literatura peruana. P. l. Villanueva, editor. Lima, 1973.
[3] Luis Alberto Sánchez: La Literatura Peruana. P. L. Villanueva, editor. Lima, 1973.
Pero, claro, “Ña Catita” es, fundamentalmente, una obra costumbrista.
Como sabemos, el costumbrismo, abarcó todo un período en el que la agitación política era el pan de cada día, cuando se daban las luchas caudillistas y las dictaduras. El costumbrismo tiene una característica básica: su apego a la realidad que es retratada con un tono humorístico, sarcástico y satírico. En esta corriente, además de nuestro autor, destacó Felipe Pardo y Aliaga (con obras como "Frutos de la Educación", "Don Leocadio", "El Aniversario de Ayacucho" y "Una huérfana en Chorrillos"); pero también hubo un autor que es poco conocido y que Luis Alberto Sánchez destaca: José Joaquín Larriva y Ruiz, llamado “el cojo Larriva” que era famoso “por su repentismo y mordacidad”[2].
Manuel Ascencio Segura, al que unánimemente se considera como el padre del teatro peruano, escribió artículos costumbristas, poesía satírica y comedias, entre las que destacan “La Palimuertada”, “El Sargento Canuto”, “Las Tres Viudas”, “La Pepa”, etc. Pero, sobre todo, la obra a que se refiere este ensayo, “Ña Catita”. Escribió artículos de costumbres y letrillas contra el mariscal boliviano Santa Cruz[3]. Poco conocido es que Manuel Ascencio Segura fue un militar, llegó al grado de Sargento Mayor, y se retiró del ejército en 1842; peleó en la Batalla de Ayacucho formando parte del ejército español. Sin embargo, cuestionaba los abusos de los militares y esto este rechazo es lo que puso de manifiesto en la que viene a ser su primera obra teatral, “La Pepa” y en “El Sargento Canuto” que es una de las más conocidas junto a “Ña Catita”.
“Ña Catita”, que es la obra de la que me ocupo, tiene, como he dicho al principio, mucho de costumbrista; lo es en realidad. Pero, como era característico en Segura y otros autores de la época, tiene un indudable tono cómico, es decir, se trata de una comedia. Lo notable, entre otras cosas, es el marcado uso del lenguaje de aquella época. Es una obra realmente sencilla, carece de ampulosidad; inclusive, el desarrollo de su trama no se ubica más que en un pequeño ambiente, una casa familiar para ser más precisos.
Aunque tiene mucho que la diferencia de la obra del español Fernando de Rojas, sin embargo nadie puede negar que el tema que aborda es el mismo, la alcahuetería. “La Celestina”, como su autor la calificó es una “tragicomedia” (“Tragicomedia de Calixto y Melibea”, es el título que le dio su autor), en cambio “Ña Catita” es solo comedia por sobre todas las cosas: nadie muere en su argumento como sí ocurre con “La Celestina”.
Pero lo cierto es que aborda lo que llamaría el tema del “celestinismo”, pero lo hace con matices propios que la diferencias de “La celestina”. Ambas obras son teatrales (funcionan sobre la base de los diálogos), pero hay un asunto importante que mencionar: por su extensión, “La Celestina” resulta difícil de ser representada en un teatro, salvo que sea sometida a condensación o a un resumen; en cambio ello no ocurre con “Ña Catita”.
Dije al principio que trataba de la “alcahuetería”. Efectivamente. Y que por ello lo identificaba con “La celestina”. Pero debo expresar que si ambas obras se ocupan de este tema, es preciso aclarar que la obra de Fernando de Rojas considera solo el aspecto referido a una de las acepciones del término alcahuete, “Persona que concierta, encubre o facilita una relación amorosa, generalmente ilícita”. Lo que ocurre con “Ña Catita”, va más allá, pues también considera la otra acepción: “correveidile, chismoso”. El personaje central de esta comedia es eso también: una mujer chismosa. Intrigante y chismosa, lo que hace es aconsejar mal a Doña Rufina, la madre de Juliana, a fin de que esta se case con un joven que no valía la pena, pero, felizmente, aparece una persona que evita que se concrete lo que llamaríamos el infausto matrimonio.
[1] Diccionario de la real Academia, 22º Edición.
[2] Luis Alberto Sánchez: La literatura peruana. P. l. Villanueva, editor. Lima, 1973.
[3] Luis Alberto Sánchez: La Literatura Peruana. P. L. Villanueva, editor. Lima, 1973.
LA HUACHAFERÍA EN "ÑA CATITA"
Una de las más conocidas obras teatrales peruanas (y que ha sido representada en numerosísimas oportunidades), es la que escribió Manuel Ascencio Segura. Me refiero a “Ña Catita”, representativa del denominado teatro costumbrista. Obra que, en gran medida, es una de las primeras muestras de la huachafería en la literatura peruana. Pero, naturalmente, cuando hablo de huachafería no estoy diciendo que la obra sea, en sí, huachafa.
Manuel Ascencio Segura es, sin ninguna duda, no solo el más reconocido de nuestros dramaturgos sino que, además, es el fundador por antonomasia del teatro peruano. Nació en 1805 y falleció en 1871. Escribió catorce piezas teatrales, entre comedias, sainetes y juguetes. Todas las escribió, como era usual entonces, en verso.
La primera comedia escrita por él se llamó “La Pepa” que, sin embargo, nunca llegó a ser representada o a ser publicada: se trataba de una obra con una cierta dosis de antimilitarismo, razón por la cual, probablemente, se prefirió no darla a conocer en público ya que Segura era un hombre de armas (recuérdese que combatió junto a su padre en la batalla de Ayacucho). La crítica al militarismo se volvería a poner de manifiesto más tarde en una obra que, dicho sea de paso, fue una de las más aceptadas por el público; estoy refiriéndome a “El Sargento Canuto”.
Manuel Ascencio Segura en sus obras acostumbraba poner un notable componente de mordacidad, mordacidad expresada incluso en sus artículos de carácter político, pero de un modo diríamos elegante, es decir, sin caer en actitudes ridículas o chocantes, de mal gusto. Su tono era satírico.
A la manera de los caricaturistas, procuraba resaltar los aspectos más pintorescos o “menos nobles” de la realidad o, más precisamente, del comportamiento de las personas, del limeño concretamente, y sus costumbres.[1]
Mario Vargas llosa afirma que “la huachafería es algo más sutil y complejo que la cursilería”. Expresa que se trata de “una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal”. Agrega que “la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás”. En cambio, la cursilería “es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo –el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los modales estéticos.”[2] El autor de “La guerra del fin del mundo” tiene mucha razón. Y, obviamente, admiramos el rescate que hace de esta cualidad y de esta palabra muy peruana.
“Ña Catita” es una comedia dividida en cuatro actos. Se desarrolla en Lima. Es una historia que habla del amor de Alejo por Juliana, una joven que se siente enamorada otro hombre, Manuel. La madre llamada Doña Rufina acepta el cortejo amoroso de Alejo (un joven presumido y huachafo) y lo hace por consejo de la intrigante y chismosa Ña Catita. Juliana obviamente se siente mal y es consolada por Mercedes que es la empleada de la casa. Ña Catita sirve, pues, de alcahueta al petulante galán y lo hace adulando y engriendo a Doña Rufina. Tiempo después llega a la casa, Don Juan quien reconoce a Alejo y lo desenmascara frente a toda la familia, aclarando que en realidad se trataba de un impostor, que se hacía pasar por gran Señor embaucando así a indefensas jovencitas. Ña Catita, la alcahueta, es arrojada de la casa junto con el padre del “novio”. La madre de Juliana, arrepentida y avergonzada pide perdón a su hija por tratar de obligarla a casarse con quien no amaba.
La historia, como se ve es sumamente simple. Nada “del otro mundo”.
Pero no es en eso en que quiero incidir, sino en algo que me parece hay que tener en cuenta y he tratado de sacarlo de contexto por lo significativo que es. He aquí un fragmento de la obra: “RUFINA: ¡Qué! ¿Padece usted de esplín?. ALEJO: ¡Ah! Si parezco un bretón; pronto se me pasa. Tomando un vaso de ponch, o una copa de coñac, como si tal cosa estoy.” Esta es, como se ve, una muestra de huachafería expresada en el joven Alejo.
Es que, en efecto, los aspectos principales que se observan en la obra son la lucha de los sexos, la falsa beatería, y la afectación extranjerizante. Habla de esa afición tan limeña por las modas que vienen del exterior. Y no solo se habla del uso de expresiones (por ejemplo: coñac, ponch), sino también respecto de las prendas de vestir y también la imitación limeña de inclinaciones y posturas románticas. Por ejemplo cuando don Alejo se refiere a Juliana llamándola Julieta, y es prontamente imitado en eso por doña Rufina suscitando la ira de su marido.
Probablemente no sea una obra maestra, como han dicho algunos. Pero es valiosa por su humor y por ser, además, una suerte de documento testimonial de una época.
[1]José de la Riva Agüero escribió: “…mucho más en contacto con la vida popular, y embebido con los costumbristas españoles, aparece Manuel Ascencio Segura, que produjo un teatro regional, pintoresco y sabrosísimo, digno de competir con los mejores sainetes de don Ramón de la Cruz” (“El Perú histórico”, 1921)
[2] Artículo de Vargas llosa publicado en el diario El Comercio, 28 de agosto de 1983
Manuel Ascencio Segura es, sin ninguna duda, no solo el más reconocido de nuestros dramaturgos sino que, además, es el fundador por antonomasia del teatro peruano. Nació en 1805 y falleció en 1871. Escribió catorce piezas teatrales, entre comedias, sainetes y juguetes. Todas las escribió, como era usual entonces, en verso.
La primera comedia escrita por él se llamó “La Pepa” que, sin embargo, nunca llegó a ser representada o a ser publicada: se trataba de una obra con una cierta dosis de antimilitarismo, razón por la cual, probablemente, se prefirió no darla a conocer en público ya que Segura era un hombre de armas (recuérdese que combatió junto a su padre en la batalla de Ayacucho). La crítica al militarismo se volvería a poner de manifiesto más tarde en una obra que, dicho sea de paso, fue una de las más aceptadas por el público; estoy refiriéndome a “El Sargento Canuto”.
Manuel Ascencio Segura en sus obras acostumbraba poner un notable componente de mordacidad, mordacidad expresada incluso en sus artículos de carácter político, pero de un modo diríamos elegante, es decir, sin caer en actitudes ridículas o chocantes, de mal gusto. Su tono era satírico.
A la manera de los caricaturistas, procuraba resaltar los aspectos más pintorescos o “menos nobles” de la realidad o, más precisamente, del comportamiento de las personas, del limeño concretamente, y sus costumbres.[1]
Mario Vargas llosa afirma que “la huachafería es algo más sutil y complejo que la cursilería”. Expresa que se trata de “una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal”. Agrega que “la huachafería es una visión del mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás”. En cambio, la cursilería “es la distorsión del gusto. Una persona es cursi cuando imita algo –el refinamiento, la elegancia- que no logra alcanzar, y, en su empeño, rebaja y caricaturiza los modales estéticos.”[2] El autor de “La guerra del fin del mundo” tiene mucha razón. Y, obviamente, admiramos el rescate que hace de esta cualidad y de esta palabra muy peruana.
“Ña Catita” es una comedia dividida en cuatro actos. Se desarrolla en Lima. Es una historia que habla del amor de Alejo por Juliana, una joven que se siente enamorada otro hombre, Manuel. La madre llamada Doña Rufina acepta el cortejo amoroso de Alejo (un joven presumido y huachafo) y lo hace por consejo de la intrigante y chismosa Ña Catita. Juliana obviamente se siente mal y es consolada por Mercedes que es la empleada de la casa. Ña Catita sirve, pues, de alcahueta al petulante galán y lo hace adulando y engriendo a Doña Rufina. Tiempo después llega a la casa, Don Juan quien reconoce a Alejo y lo desenmascara frente a toda la familia, aclarando que en realidad se trataba de un impostor, que se hacía pasar por gran Señor embaucando así a indefensas jovencitas. Ña Catita, la alcahueta, es arrojada de la casa junto con el padre del “novio”. La madre de Juliana, arrepentida y avergonzada pide perdón a su hija por tratar de obligarla a casarse con quien no amaba.
La historia, como se ve es sumamente simple. Nada “del otro mundo”.
Pero no es en eso en que quiero incidir, sino en algo que me parece hay que tener en cuenta y he tratado de sacarlo de contexto por lo significativo que es. He aquí un fragmento de la obra: “RUFINA: ¡Qué! ¿Padece usted de esplín?. ALEJO: ¡Ah! Si parezco un bretón; pronto se me pasa. Tomando un vaso de ponch, o una copa de coñac, como si tal cosa estoy.” Esta es, como se ve, una muestra de huachafería expresada en el joven Alejo.
Es que, en efecto, los aspectos principales que se observan en la obra son la lucha de los sexos, la falsa beatería, y la afectación extranjerizante. Habla de esa afición tan limeña por las modas que vienen del exterior. Y no solo se habla del uso de expresiones (por ejemplo: coñac, ponch), sino también respecto de las prendas de vestir y también la imitación limeña de inclinaciones y posturas románticas. Por ejemplo cuando don Alejo se refiere a Juliana llamándola Julieta, y es prontamente imitado en eso por doña Rufina suscitando la ira de su marido.
Probablemente no sea una obra maestra, como han dicho algunos. Pero es valiosa por su humor y por ser, además, una suerte de documento testimonial de una época.
[1]José de la Riva Agüero escribió: “…mucho más en contacto con la vida popular, y embebido con los costumbristas españoles, aparece Manuel Ascencio Segura, que produjo un teatro regional, pintoresco y sabrosísimo, digno de competir con los mejores sainetes de don Ramón de la Cruz” (“El Perú histórico”, 1921)
[2] Artículo de Vargas llosa publicado en el diario El Comercio, 28 de agosto de 1983
lunes, 31 de agosto de 2009
¿LA MUJER INDEPENDIENTE EN UN MUNDO GLOBALIZADO?
En su más conocido libro, El segundo sexo, hace exactamente cincuenta y nueve años Simone de Beauvoir escribió: “La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente, y ahora está prácticamente cerrada: puesto en boca. Y sin embargo seguimos hablando de ello.”. Si, tal como afirmaba entonces, la polémica estaba “prácticamente cerrada”, hoy, en pleno siglo XXI, podríamos decir que ha sido sepultada. Sin embargo, hay razones para pensar que no es así. En esta época de globalización, aún persisten situaciones adversas cuando de género se trata. En el presente ensayo pretendemos exponer nuestras consideraciones.
La globalización, entre otras cosas, tiene una característica que nos parece básica: lo que ocurre en cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes prácticamente en el momento que acontece sino, sobre todo, tener impactos inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en verdad, extraordinario.
Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y los progresos.
Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.
Las largas luchas por la equidad de género –promovidas en gran medida por lo que dio en llamarse el feminismo- han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado su situación personal y han influido en su posición en la familia y la sociedad.
En el caso de las mujeres latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus hogares.
En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos públicos: gerentes, directoras, rectoras, ministros; han llegado, incluso, a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países. Ejemplos de esto son los casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre todo, justa.
Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.
En muchos aspectos, lo que señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad. Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, a manera de principio, el machismo.
Ellas no son, definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de libertad resulta entonces una reverenda ironía.
Otra cosa. Hay países en donde se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir, apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI, época de la globalización!
En países como el nuestro persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso: aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo: “más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer, conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.
Lo expuesto nos hace pensar, pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero, claro, no para proponer la supremacía de un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad. Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos.
Y nos parece que ello puede lograrse -y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y estímulo. Habíamos escrito antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares, obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.
El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran medida a resolver el asunto del que estamos hablando: la situación de desventaja de muchas otras mujeres.
Las organizaciones femeninas también deben seguir haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que les corresponde.
Recapitulando: la globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible. Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres. Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer.
La globalización, entre otras cosas, tiene una característica que nos parece básica: lo que ocurre en cualquier punto del planeta, no solo puede ser conocido en otras latitudes prácticamente en el momento que acontece sino, sobre todo, tener impactos inmediatos y muy intensos en muchos otros lugares y por consiguiente afectar especialmente a los países en desarrollo debido a su alta vulnerabilidad. Es un mundo interrelacionado en lo económico, lo financiero, las comunicaciones, los mensajes informáticos, etc. Ofrece múltiples oportunidades para el aumento de la producción de alimentos, el adelanto en medicina, la puesta en marcha de sistemas educativos a distancia con acceso a los lugares más remotos (a través de la Internet), y un sinnúmero de otras posibilidades de progreso. Es, en verdad, extraordinario.
Sin embargo, a pesar de todo ese lado bueno, salta una deplorable paradoja. Se ponen de manifiesto situaciones de estancamiento o deterioro en las condiciones de vida de buena parte de los habitantes del planeta. Más de la mitad se hallan por debajo de la línea de la pobreza, las desigualdades llegan a límites casi desconocidos, hay muy difíciles conflictos en el terreno laboral y en la posibilidad de lograr empleo y, en fin, amplios sectores del género humano están prácticamente excluidos de las oportunidades y los progresos.
Y esta exclusión, lamentablemente, también y sobre todo afecta a la mujer o, para ser más concretos, a muchísimas mujeres.
Las largas luchas por la equidad de género –promovidas en gran medida por lo que dio en llamarse el feminismo- han logrado importantes avances. Entre esos avances podemos mencionar la igualdad de derechos jurídicos, la mayor participación política, los progresos de la mujer en los diversos niveles de la educación y su rápida y creciente incorporación a la fuerza de trabajo, etc. Todos estos logros han replanteado su situación personal y han influido en su posición en la familia y la sociedad.
En el caso de las mujeres latinoamericanas, y particularmente las peruanas, se han producido avances de gran significación en las últimas décadas. Hay una incorporación masiva de la mujer a todos los estratos del sistema educativo. Un elevado porcentaje de mujeres accede a la universidad y se profesionaliza tal como ha ocurrido con los hombres. Por otra parte, ha crecido fuertemente su participación en la fuerza de trabajo; y son muchas mujeres, incluso, el sostén económico de sus hogares.
En diferentes países, las mujeres acceden a importantes puestos públicos: gerentes, directoras, rectoras, ministros; han llegado, incluso, a ocupar la primera magistratura de sus respectivos países. Ejemplos de esto son los casos de Nicaragua, de La India, de Filipinas, de Chile, de Argentina, etc. Es decir, pues, esta situación es realmente alentadora y gratificante y, sobre todo, justa.
Empero, no se puede negar que aún subsisten gruesas brechas en grandes sectores. Muchísimas mujeres ven aún coartadas de diferentes formas sus posibilidades existenciales básicas. Los problemas de pobreza, desigualdad y exclusión, golpean en muchos casos de manera dramática a la mujer.
En muchos aspectos, lo que señalaba Simone de Beauvoir en El segundo sexo, sigue teniendo vigencia. Decía que “La mayoría de las mujeres actualmente están explotadas”, y es verdad. Afirmaba que “Hay una función femenina que actualmente es imposible asumir con total libertad: la maternidad”, y la realidad le da la razón. Pero esto, y otras cosas, en la actualidad se da sobre todo en los sectores menos favorecidos de las sociedades, aquellos sectores en donde pervive, a manera de principio, el machismo.
Ellas no son, definitivamente, mujeres independientes en el más estricto sentido de la palabra; aunque parezca que, gracias al trabajo, han logrado traspasar en gran medida la distancia que las separa de los varones. No, pues. Es cierto lo que la escritora francesa escribió, que “el trabajo es lo único que puede garantizarle (a la mujer) una libertad concreta”. Pero también es verdad que cuando la relación laboral se da en términos de explotación –que es lo que ocurre en muchos lugares- en que la mujer es la principal víctima, hablar de libertad resulta entonces una reverenda ironía.
Otra cosa. Hay países en donde se profesa la religión musulmana, cuyas mujeres están increíblemente sometidas al varón; mujeres que hasta en sus vestimentas viven en una inadmisible desventaja (tienen que ocultar el rostro, por ejemplo); y también mujeres que no podrían “caer en la tentación” de una eventual infidelidad porque serían terriblemente condenadas y llegar a ser lapidadas -así, como suena-, es decir, apedreadas hasta morir, porque así lo disponen sus leyes. ¡En pleno siglo XXI, época de la globalización!
En países como el nuestro persiste una suerte de dogma perverso respecto de las relaciones de pareja. El machismo y la situación de desventaja femenina, alimentada por las carencias económicas, generó –no podemos saber desde cuánto tiempo atrás- el concepto que puede parecer ironía o simple broma pero que encierra un drama espantoso: aquello a lo que el común de las gentes conoce como “el amor serrano” y que suele caracterizarse con una frase de resignación que linda con el masoquismo: “más me pegas, más te amo”. A tal punto llega el machismo a someter a la mujer, conduciéndola al desprecio de su propia dignidad.
Lo expuesto nos hace pensar, pues, que aún en estos tiempos de globalización, de extraordinario desarrollo tecnológico, de sorprendentes descubrimientos en las ciencias, hay situaciones que no han sido resueltas todavía en cuanto a género se trata. La polémica del feminismo probablemente haya perdido piso, pero no puede negarse que hay razones para que preocupaciones como las de ese movimiento sigan en pie. Pero, claro, no para proponer la supremacía de un género sobre el otro. No se trata de ejercer comportamientos o actitudes revanchistas o de virtual venganza, sino de reafirmación de la identidad. Y, naturalmente, ya no es cuestión de “hacer correr tinta”, como decía Beauvoir, sino de ir ganando terreno a través del reconocimiento de la dignidad y la puesta de manifiesto de los propios méritos. No hay que gritar o distribuir volantes o pasquines exigiendo el respeto a los derechos; hay que ganarlos pero respetando uno mismo sus derechos.
Y nos parece que ello puede lograrse -y lo han logrado muchas mujeres- con lo que la autora de El segundo sexo expresó: el trabajo. Hay muchas mujeres que pueden servir de ejemplo y estímulo. Habíamos escrito antes que hay muchos casos de mujeres que son el sostén económico de sus hogares: son mujeres trabajadoras. Hablemos del Perú. En diversas comunidades de nuestras serranías, las mujeres se dedican al trabajo del campo en iguales condiciones que los varones; otras se ocupan de labores artesanales y han llegado a agruparse en una suerte de cooperativas y con el apoyo de organismos no gubernamentales han logrado acceder al mercado internacional y vender ventajosamente sus productos. En sus hogares, obviamente, se respira nuevos aires: los hijos se alimentan mejor y terminan el colegio y están en condiciones de llegar a la universidad y profesionalizarse.
El ejemplo y estímulo que significan aquellas mujeres puede ayudar en gran medida a resolver el asunto del que estamos hablando: la situación de desventaja de muchas otras mujeres.
Las organizaciones femeninas también deben seguir haciendo lo suyo: apoyar y asesorar a las mujeres en situación de vulnerabilidad. En el Perú existen algunas como “Manuela Ramos” y “Flora Tristán”. Pero los gobiernos también tienen que asumir seriamente el papel que les corresponde.
Recapitulando: la globalización ha traído significativas ventajas, entre ellas las de la comunicación; pero también puede generar, y los está generando, efectos negativos. De lo que se trata es de aprovechar todo lo bueno que sea posible. Sin embargo, no obstante el sorprendente desarrollo en muchos aspectos que nos presenta este mundo globalizado, aún perviven lamentables desventajas económicas en muchas partes del planeta, y una situación de vulnerabilidad en significativos sectores en los que las principales víctimas son las mujeres. Muchas de ellas han logrado salvar los escollos que las mantenían virtualmente disminuidas con respecto al varón e incluso han accedido, entre otras cosas, a importantes puestos públicos y son un ejemplo. Pero, como diría nuestro más universal poeta César Vallejo, todavía hay muchísimo que hacer.
Lima, 27 de noviembre del 2008
jueves, 20 de agosto de 2009
TELEVISIÓN Y ADOLESCENCIA
Bernardo Rafael Álvarez (escritores.com)
Uno de los más importantes inventos del siglo XX ha sido, sin ninguna duda, la televisión. Nunca, antes de su aparición, la humanidad pudo haber creído, con seguridad, que era posible transmitir sus imágenes en movimiento y con sonido simultáneamente a distintas partes del planeta. Significó, pues, una verdadera revolución de la tecnología. Las primeras emisiones regulares de televisión, se hicieron en Londres y Berlín, en 1929, naturalmente con grandes imperfecciones. Lo posible hasta entonces era ver en una pantalla llamada écran las primeras imágenes en movimiento a las que hacía poco se había agregado sonido; estoy refiriéndome al cine. Podríamos decir que, en alguna forma, la televisión multiplicó, digamos, las salas de cine o hizo que ellas, a partir de ese momento, fueran como salas “abiertas”.
Así, la televisión se convirtió en un medio valioso para transmitir entretenimiento a través de programaciones musicales y de buen humor, pero también con informaciones que, a diferencia de la radio, venían con el apoyo ilustrativo de videos que mostraban ante los ojos sorprendidos de las familias, los hechos propiamente dichos (haciéndose realidad aquel dicho popular que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”). Si la gente se había acostumbrado, por ejemplo, a escuchar las minuciosas narraciones de los partidos de fútbol en las emisoras de radio, esta vez, en su propia casa, sentados en la comodidad de un sofá podían ver las jugadas minuto a minuto en la pantalla de eso que algunos han venido en llamar la “caja boba”, la televisión. Algo, en verdad extraordinario.
Pero la televisión, además de entretenimiento e informaciones, podía tornarse en un poderoso medio de formación, transmitiendo educación y cultura. Con esto los niños y adolescentes podrían resultar ganando significativamente. Porque, en efecto, aparecía una oportunidad valiosa para que la escuela pudiera ir más allá de las aulas y ser algo así como una “escuela abierta” o una “escuela del aire”.
Pero la realidad demuestra que no siempre las expectativas se cumplen.
Así, la televisión se convirtió en un medio valioso para transmitir entretenimiento a través de programaciones musicales y de buen humor, pero también con informaciones que, a diferencia de la radio, venían con el apoyo ilustrativo de videos que mostraban ante los ojos sorprendidos de las familias, los hechos propiamente dichos (haciéndose realidad aquel dicho popular que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”). Si la gente se había acostumbrado, por ejemplo, a escuchar las minuciosas narraciones de los partidos de fútbol en las emisoras de radio, esta vez, en su propia casa, sentados en la comodidad de un sofá podían ver las jugadas minuto a minuto en la pantalla de eso que algunos han venido en llamar la “caja boba”, la televisión. Algo, en verdad extraordinario.
Pero la televisión, además de entretenimiento e informaciones, podía tornarse en un poderoso medio de formación, transmitiendo educación y cultura. Con esto los niños y adolescentes podrían resultar ganando significativamente. Porque, en efecto, aparecía una oportunidad valiosa para que la escuela pudiera ir más allá de las aulas y ser algo así como una “escuela abierta” o una “escuela del aire”.
Pero la realidad demuestra que no siempre las expectativas se cumplen.
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Hubo, en nuestro país, una época en que algunos canales de televisión “apostaron” por programas de ese tipo y entregaron educación y cultura, lo que fue sumamente edificante y alentador. Sin embargo, no duraron mucho tiempo. La euforia fue diluyéndose. La voluntad comercial comenzó imponerse. El idealismo de aquella etapa se volvió cosa del pasado, pasó a la historia. El asunto, ahora, era vender y cada día vender más. Los comerciantes daban su aporte, a través de spots publicitarios, pero a cambio la televisión tenía que asegurarles que la programación puesta al aire contaba con una importante audiencia. Fue así como apareció un nuevo elemento o factor: el raiting que viene a ser la medición que indica el porcentaje de hogares o televidentes con la televisión encendida en un determinado canal, programa, día y hora específicos[1].
Es decir, en buena cuenta, la prioridad de las empresas propietarias de canales de televisión, fue mantener el apoyo publicitario que les permitiese la vigencia de sus medios televisivos, y optaron por difundir programas que coincidieran con el gusto de las mayorías (hicieron lo que algún locutor de radio llamaba “lo que a la gente le gusta”[2]) y así lograr que el “raiting” les proporcionara cifras alentadores de audiencia. Ya no importaba apostar por buenos contenidos. Y la verdad era que aquello “que a la gente le gusta” no era sino lo que los empresarios televisivos o los grupos de poder querían infundir como un presunto “gusto popular”.
Así aparecieron, en algún momento, los famosos “cómicos ambulantes” con programas de humor realmente grotesco y que eran verdaderamente impresentables; pero, como se dice popularmente, “caballero nomás”, lo que importaba era ganar audiencia, lo demás era lo de menos. También aparecieron programas heméticos como los de Laura Bozzo y Maritere Braschi: los llamados “talk shows”. Probablemente lo que prevalecía era la idea según la cual “negocios son negocios”.
Esto, evidentemente, no solo no era educativo o cultural, sino, sobre todo, era un atentado contra el buen gusto y una especie de veneno para las mentes de niños y jóvenes. Es decir, era aquello que se ubicaba en las antípodas de lo que se entiende por educación o enriquecimiento espiritual; en una palabra: antivalores.
...
Hablemos específicamente de la adolescencia. La adolescencia –que viene del latín "adolescere": crecer, desarrollarse- es una etapa de cambios profundos en el ser humano. “Es un fenómeno biológico, cultural y social, por lo tanto sus límites no se asocian solamente a características físicas”[3]; lo cual significa, entre otras cosas, que mucho tiene que ver con el crecimiento emocional o psicológico, el estímulo que se recibe de fuera, de la sociedad, de la cultura. Si los estímulos son adversos, es obvio que el adolescente sufrirá negativamente los efectos.
La televisión –entendamos bien- no es en sí misma negativa y, por tal razón, no debe ser satanizada[4]. Pero hay que decir que la televisión -a la que en los últimos años se ha sumado el influjo negativo de la Internet[5]- no ofrece, lamentablemente, nada rescatable.[6] Es –como ocurre con la Internet- el uso lo propiamente negativo. Y aquí digámoslo descarnadamente: solo faltaría que en las pantallas de televisión pusiesen spots publicitarios ofreciendo la venta de cocaína o “éxtasis”. En alguna forma, todo lo demás ya existe (violencia[7], sexo, chismes, etc.). No puede negarse que el homosexualismo es una realidad que no tiene por qué esconderse ya que, como se ha dicho, no se trata de una desviación o de una enfermedad; pero de allí a tener que exagerar, como una suerte de celebración y escándalo dicha situación (tal como ocurre en la televisión), ya resulta intolerable. El tema de las “prostivedettes” que se hizo conocido en algún momento, parecía, más bien, como una publicidad a favor del meretricio. Hubo una serie que logró importante audiencia en los distintos estratos sociales que, si nos ponemos a analizarla detenidamente, terminaremos pensando que la televisión trataba de enaltecer y convertir en una suerte de héroes a personajes que no solo carecen de cualidades buenas o positivas, sino que son en realidad un mal ejemplo para niños y adolescentes. Esta serie fue “Misterio”. ¿Qué ganancia pueden obtener nuestros hijos de esto? Ninguna, realmente. Lo que logran es solamente torcer su conducta y creer que todo aquello que ven en la pantalla es digno de imitación. Los valores comienzan a resquebrajarse. Las pandillas, es decir, los grupos de púberes o adolescentes que en algunos barrios de la capital se enfrentan a pedradas, y a veces emplean hasta arma blanca e incluso armas de fuego, pueden creer que la televisión, en lugar de deplorar sus actos, los está alentando. El chisme y la incursión en el territorio íntimo, privado, de las personas y familias parecían haber roto la barrera de la tolerancia en programas como el de Magaly Medina. Es decir, repetimos, solo faltaría que la televisión ofrezca la venta de droga, para coronar su gesta de perversión e infamia.
...
Esperar que la televisión en el Perú (me refiero a la llamada “televisión abierta”) contribuya a la educación y cultura, es pedir peras al olmo. Está demostrado que más puede el “raiting”, el peso del negocio, de la venta. Y, claro, hay que reconocer una verdad: por razón de la libertad de expresión y de prensa, nadie, ni el Estado, puede intervenir para dirigir o, como se dice últimamente, “direccionar” el sentido de la televisión peruana. Este es, en realidad, un asunto de conciencia, de moral, que deben asumir los dueños y conductores de las empresas televisivas.
¿Qué hacer mientras tanto? La respuesta debe ser de estos tres elementos decisivos: el Estado, la escuela y la familia. El estado, por ejemplo, debe fomentar más intensamente la lectura a través de las escuelas, las bibliotecas de barrio, etc. La escuela debe preocuparse porque sus maestros pongan mayor atención en la formación de los niños y adolescentes, tomando conciencia de que no solo se trata de transmitirles información o conocimientos, sino, sobre todo, de educarlos, de moldearlos, empleando como recurso especialmente el buen ejemplo. Las familias no deben descuidar a los hijos; lamentablemente las urgencias de carácter económico hacen que los padres estén la mayor parte del tiempo alejados de sus hijos y sabemos que cuando ello ocurre, los niños y adolescentes están expuestos a las tentaciones y “las malas juntas”, lo que da lugar a los vicios y otras lacras.
No sabemos a qué se debe que a la televisión se le haya endilgado el apelativo de “caja boba”. De lo que sí estamos seguros es que ese pequeño aparato puesto en la sala o el dormitorio, conduce las mentes de las personas que están sentadas frente a él con un control remoto en la mano. El uso del control remoto podría hacernos pensar que la persona que lo manipula es quien “maneja” la situación, sin embargo es todo lo contrario. Aquel invento (la televisión) que en 1929 comenzaba auspiciosamente, como hemos visto antes, sus transmisiones en Londres y Berlín, en buena cuenta se ha convertido, en el perverso advenedizo de las familias. Es el reemplazo de los padres, un reemplazo que no cumple con el papel formativo que no pueden, por diversas razones, ejercer los padres, sino que se empeña en hacer todo lo contrario: en dañar la personalidad de niños y adolescentes.
El Estado, la escuela y los padres debieran repensar respecto del rol que les corresponde ejercer en estos tiempos tan difíciles. El Estado especialmente debería asumir esto como un dogma: la mejor inversión es la que tiene que ver con la educación. Si queremos que nuestra patria tenga un futuro alentador y fértil, nuestros niños y adolescentes deberían crecer en un ambiente en que los estímulos sean siempre positivos. Si bien, como hemos visto, hay razones para culpar a los medios como la televisión por el papel nada edificante que desempeñan en la sociedad, también es cierto que enfrentar esta situación es tarea de todos. Es, pues, nuestra responsabilidad.
…
[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Rating
[2] Esta es la frase más conocida que solía expresar Alfonso, “Pocho”, Rospigliosi, que fuera director del antiguo programa deportivo “Ovación”.
[3] ADOLESCENCIA. En: http://es.wikipedia.org/wiki/Adolescencia
[4] Como muy bien se dice en una página web, la televisión puede ser “un instrumento eficaz para el desarrollo y enriquecimiento humano”; ya que ha habido programas que “han demostrado que la televisión les puede enseñar a los niños nuevas habilidades, ampliar su visión del mundo y promover actitudes y conductas prosociales.” (Monograf
[5] No se está afirmando aquí que la Internet sea en sí negativa. La Internet es una de las más extraordinarias creaciones de los últimos tiempos. Gracias a ella el mundo se ha convertido realmente en un pañuelo. El problema de la Internet no está en ella misma, sino en el uso perverso que pueda dársele y que de hecho se da por gran parte de las personas que acceden a ella, especialmente niños y adolescentes.
[6] http://www.monografias.com/trabajos5/adoles/adoles.shtml.
[7] “Al dirigirse al Comité Senatorial de los Estados Unidos para asuntos gubernamentales, Leonard Eron, una autoridad en el tema de la influencia de los medios de comunicación en los niños dijo: "Ya no queda duda alguna de que la exposición repetida a la violencia en la televisión es una de las causas del comportamiento agresivo, el crimen y la violencia en la sociedad. La evidencia procede tanto de estudios realizados en laboratorios como de la vida real. La violencia de la televisión afecta a los niños de ambos sexos, de todas las edades y de todos los niveles socioeconómicos y de inteligencia. Estos efectos no se limitan a este país ni a los niños predispuestos a la agresividad". (http://www.monografias.com/trabajos5/adoles/adoles.shtml)
jueves, 13 de agosto de 2009
DESIREÉ LIEVEN
Fue, como escribieron en el aviso de su muerte, rusa de nacimiento pero española de corazón (russe de naissance, le couer espagnol). Y, en efecto, su corazón se desbordó inconteniblemente por España y los españoles y también por muchos latinoamericanos, y un sinnúmero de peruanos entre ellos. Se sabía que su origen era noble, de aquella nobleza caucásica que sucumbió por designio del régimen bolchevique que se entronizó en el Kremlin; pero, salvo algunos traviesos ingresos en su intimidad, nadie se atrevió (gracias a la delicadeza de la prudencia) a preguntarle cosas al respecto. Su exilio irreversible la llevó a la Península Ibérica y recaló, finalmente, en Francia. Los avatares previos no los tenemos registrados pero, indudablemente, debieron parecerse en algo al retorno de Ulises a Itaca. Lo cierto es que por la particularidad dramática y riesgosa de su situación tuvo que sepultar su identidad verdadera y recurrir a la protección del seudónimo que, como ocurre casi siempre con los seudónimos que no llegan a uno por determinación ajena sino por propia voluntad, en su caso fue bello (resplandeciente, en verdad, como apuntara Jorge Falcón, su amigo de muchos años). No obstante provenir de donde provenía (casta o linaje despreciable a decir de las izquierdas radicales), fue una mujer que abrazó, perdón: que ejercitó con vigor, rotunda y contundentemente, las causas antifascistas en la Guerra Civil Española y se involucró en la resistencia francesa, adoptando en tales circunstancias (décadas del 30 y 40), como nombres de combate, Delia Toral y Lucienne. El brío de sus convicciones y la vitalidad de sus actitudes fueron lección para muchos; uno de ellos, Alfonso Colodrón, reconoció la significativa influencia que en su vida ejerció aquella mujer, de la que dijo era "la más extraordinaria de las nómadas anónimas" que conoció. España la recuerda, mejor dicho: creo que la recuerda: una galería artística tiene, al menos, el nombre que ella usó hasta el final de sus días. Fue -ya es hora de decirlo- una mujer realmente excepcional. Murió, a los 94 años de edad, prisionera de su nostalgia, pero había vivido en libertad, y, así, libre amó y libre sirvió a los demás. Las buenas o malas lenguas (o las malas voluntades, que a veces sirven para ponerles sal y pimienta a las relaciones humanas) le inventaron multiplicidad de amantes y sueños, y allí (que no lo sepa la andina y dulce Rita de junco y capulí) hasta al mismísimo Korriskosso de Santiago de Chuco -sí: César Vallejo- le atribuyeron alguna incursión sin él haberse enterado (cosas de la libertad, pues, cosas del amor). Quienes sí ingresaron en el entorno cálido de su bondad, sabiéndolo al revés y al derecho, fueron muchos artistas e intelectuales peruanos, medio desprotegidos huéspedes del Barrio Latino -años 60- a quienes, con hospitalidad infinita, juntaba en su pequeño departamento de París (rue de Beaux Arts) alrededor de una mesa poblada de bondad; ellos, es muy probable, deben haber presionado la tecla delete en su cerebro, eliminándola de su memoria, porque olvidar es el recurso más fácil y expeditivo para deshacerse de la carga plúmbea que significa la gratitud. Pero, en fin, por ahora solo nos interesa referirnos a aquella mujer, hacendosa, comedida, en la que -lo decimos siguiendo a Falcón- conjugaron esplendor, bohemia y heroísmo. Murió hace quince años, el 2 de octubre de 1991, y sus restos acabaron incinerados en el Columbario de Pére-Lachaise, en París. Hasta ese día, con dignidad, se llamó, simple y bellamente, así: Desirée Lieven. Ya nadie habla de ella.
(30 de noviembre del 2006)
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De: José Dávila M. ( jose.davila@comhem.se )
Comentario: Sr. Bernardo Rafael: He leído su articulo sobre Desirée Lieven y es por eso que le envio estas lineas. Yo soy un peruano que acompañado de un amigo llegó a París el año 1967 con doscientos dolares y muchas esperanzas en el futuro. Llevaba conmigo una dirección de una señora anfitriona amiga de los peruanos. Su nombre era Desirée Lieven y vivía en la 3 bis Rue de Beaux Arts (St.Germain de Pres). Lo primero que hicimos luego del choque cultural de esa ciudad extraña para nosotros fué buscar alojamiento. Como la bolsa de viaje que llevabamos no era muy solvente tuvimos que arrendar un hotel barato en la Rue Cluny (St. Michel). Hasta ahora existe y esta situado sobre un club que entonces se llamaba \"L\'Afrique\". Esa misma noche fuimos a visitar a Desirée y cuando ella abrió la puerta lo primero que dijo fué \"Uds. tienen cara de peruanos\"! Nos invitó a pasar y nos dió algo que beber seguramente que notaba el nerviosismo que nos embargaba como dos campesinos que recién llegaban a París. Estabamos en la charla de presentación y el objetivo de nuestro viaje cuando llegaron otras personas conocidas. Entre ellos Gerardo Chaves el pintor peruano que tenia un ateljé en París por aque entonces. Casualmente el otro día he visto un reportaje sobre él en TV Perú. Pero lo que más me sorprendió es que no ha mencionado que Desirée era su amiga ? Es muy probable que quiera olvidar parte de su pasado ahora que se siente más peruano que nunca. Luego de mis primeras experiencias en París y tratando de buscarme un futuro viajé con destino a tierras nordicas. Hasta ahora vivo en Suecia pero simpre que pasaba por París visitaba a Desirée. En Abril del año 1991 la ví por ultima vez. Llegué a París por unos días de vacaciones acompañado de mi hija. Ella se alegró mucho de verme y me regalo su libro \"Ma vie m\'a beaucop plu\" (Kyra Saven). Es así como se llamaba esa princesa de Lituania y el libro trata de su vida. Es probable que Ud. lo haya leído verdad? Es verdad que el ser humano es ingrato y solamente recuerda los seres que le traen beneficios. Sin embargo yo trato siempre de ser diferente y hablo de Desirée com mi esposa y mis hijas. He tenido la suerte de haber conocido a esa mujer extraordinaria y todavía me hace mucha falta. Atentamente José Dávila (e-mail) jose.davila@comhem.se Tel. +46 8 891489 (Suecia)
(30 de noviembre del 2006)
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De: José Dávila M. ( jose.davila@comhem.se )
Comentario: Sr. Bernardo Rafael: He leído su articulo sobre Desirée Lieven y es por eso que le envio estas lineas. Yo soy un peruano que acompañado de un amigo llegó a París el año 1967 con doscientos dolares y muchas esperanzas en el futuro. Llevaba conmigo una dirección de una señora anfitriona amiga de los peruanos. Su nombre era Desirée Lieven y vivía en la 3 bis Rue de Beaux Arts (St.Germain de Pres). Lo primero que hicimos luego del choque cultural de esa ciudad extraña para nosotros fué buscar alojamiento. Como la bolsa de viaje que llevabamos no era muy solvente tuvimos que arrendar un hotel barato en la Rue Cluny (St. Michel). Hasta ahora existe y esta situado sobre un club que entonces se llamaba \"L\'Afrique\". Esa misma noche fuimos a visitar a Desirée y cuando ella abrió la puerta lo primero que dijo fué \"Uds. tienen cara de peruanos\"! Nos invitó a pasar y nos dió algo que beber seguramente que notaba el nerviosismo que nos embargaba como dos campesinos que recién llegaban a París. Estabamos en la charla de presentación y el objetivo de nuestro viaje cuando llegaron otras personas conocidas. Entre ellos Gerardo Chaves el pintor peruano que tenia un ateljé en París por aque entonces. Casualmente el otro día he visto un reportaje sobre él en TV Perú. Pero lo que más me sorprendió es que no ha mencionado que Desirée era su amiga ? Es muy probable que quiera olvidar parte de su pasado ahora que se siente más peruano que nunca. Luego de mis primeras experiencias en París y tratando de buscarme un futuro viajé con destino a tierras nordicas. Hasta ahora vivo en Suecia pero simpre que pasaba por París visitaba a Desirée. En Abril del año 1991 la ví por ultima vez. Llegué a París por unos días de vacaciones acompañado de mi hija. Ella se alegró mucho de verme y me regalo su libro \"Ma vie m\'a beaucop plu\" (Kyra Saven). Es así como se llamaba esa princesa de Lituania y el libro trata de su vida. Es probable que Ud. lo haya leído verdad? Es verdad que el ser humano es ingrato y solamente recuerda los seres que le traen beneficios. Sin embargo yo trato siempre de ser diferente y hablo de Desirée com mi esposa y mis hijas. He tenido la suerte de haber conocido a esa mujer extraordinaria y todavía me hace mucha falta. Atentamente José Dávila (e-mail) jose.davila@comhem.se Tel. +46 8 891489 (Suecia)
lunes, 10 de agosto de 2009
VOLVERÉ AL MEDIODÍA
Bernardo Rafael Álvarez
Ahora estaba solo en medio de tanta gente. Y, aunque seguía guardando en su memoria todas las circunstancias terribles que había vivido o de las que había sido testigo, Claudio, en algún momento llegó a creer que, por fin, se había sobrepuesto del trauma de la violencia, la destrucción y la muerte.
Durante un tiempo vivió en Huancayo, pero luego, ilusionado por todo lo que escuchaba acerca de la Capital, logró llegar a Lima. Conoció el mar, que era una inmensa laguna que en el horizonte se hundía y vio los edificios que rascaban la panza del cielo. Doanto, que lo había apoyado, protegido y aconsejado y que prefirió quedarse en el Valle del Mantaro y seguir vendiendo raspadillas en la ciudad huanca, le dio, junto a una carta, la dirección de un pariente que, como él, también era una persona muy buena (“quizás por ser serrano”, pensó Claudio). Se trataba de don Julián, que vivía solo en Canto Grande y se dedicaba a la compostura de calzados en un quiosco ubicado junto al mercado de su barrio.
Claudio se dedicó a ayudarle en su trabajo y, aunque esa ocupación no era muy rentable, se sentía feliz. Se sentía dichoso porque, gracias a Dios, en la monstruosa ciudad que él había imaginado como un paraíso, no le pasó lo que a muchos otros decepcionados provincianos les ocurría.
Ya habían transcurrido seis meses, en humildad pero sin mayores problemas. Una mañana de noviembre, Julián, su nuevo protector en la gran Ciudad, salió temprano con rumbo a Caquetá, a comprar cueros y suelas, como solía hacer los días viernes; pero esta vez lo movía una urgencia: un trabajo que no podía demorar, porque la persona que lo encargó tenía un compromiso ineludible para el día siguiente. “No vayas a salir, recomendó Julián; no me demoro mucho, a más tardar volveré al mediodía.” “Ya, tío –así lo trataba-, no te preocupes; aprovecharé para preparar una sopa.”
Llegó el mediodía, la tarde, la noche, y Julián nunca apareció. Claudio comenzó a preocuparse, a desesperarse. Preguntó a algún vecino. “Seguro se ha encontrado con amigos y se ha puesto a tomar”, le contestaron. Pero Julián nunca bebía, era un hombre tranquilo, sano, sin más vicios que su trabajo humilde pero honrado. Sin poder conciliar el sueño, Claudio se acostó y tras cada ruido cercano que escuchaba corría a la puerta, creyendo que era Julián el que venía.
Muy temprano, al día siguiente, después de preguntar qué carro tomar, salió en busca de quien durante los meses que vivió en Lima, hasta ese entonces, más que un amigo, más que un tío –como él lo llamaba- fue en realidad como un padre. En el trayecto hacia Caquetá iba acordándose de la mamacha María, acribillada por la estupidez y la infamia, también del buen sargento Elías, que en un primer momento lo había confundido con su hermano y luego lo quiso como a un hijo, y también, cómo no, de su pueblo ocupado por la soledad y el dolor. Al llegar a Caquetá, desorientado pero con esperanza, recorrió por todos los puestos de venta de cueros y suelas. Nadie le daba razón.
Se sentó, agotado, en una equina y, deshecho, prorrumpió en un incontenible llanto. Una señora, que vendía emoliente, lo miró conmovida y absorta. Le comentaron que aquel niño “estaba buscando a su padre” que el día anterior había venido a hacer compras en Caquetá. Un estremecimiento se apoderó de ella. “¡No puede ser!”, exclamó la mujer para sus adentros. Una cruel certeza humedeció sus ojos. Aquel hombre que el niño buscaba, sin ninguna duda era el mismo al que ella vio ayer, el que, casi siempre los fines de semana, llegaba a Caquetá a comprar cueros y antes de emprender el retorno le pedía un emoliente, el que le había contado que en su humilde casa de Canto Grande vivía con un niño que era como su hijo. ¡Era el mismo! La mujer no se atrevió a acercarse al niño y prefirió tragarse la verdad acerca del buen Julián.
Un carro que se dio a la fuga, el día anterior lo había atropellado. Con la cabeza destrozada, y el paquete de cueros sobre un charco de sangre, Julián quedó tirado por unas horas en la pista, como una herida infame, incomprensible y absurda.
(Cuento escrito a partir de la lectura de "Noche de relámpagos" de Félix Huamán Cabrera)
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